Los que nos dedicamos a la enseñanza sabemos que las aulas se nos llenan de alumnos con dificultades de aprendizaje, necesidades de integración o de compensación educativa, necesidades educativas especiales, alumnado autista, alumnado sin conocimiento de castellano o incorporado tardíamente a nuestro sistema educativo… A todos estos perfiles se les engloba bajo el título de “diversidad”. La ley de educación vigente, en sus principios deja constancia de que la educación “se organizará de acuerdo con los principios de educación común y de atención a la diversidad del alumnado” pero, ¿quién no es diverso?
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Empieza el curso y quedo con la extraña sensación de que, algunos de nosotros, miramos al alumnado como un colectivo amorfo y a esas supuestas singularidades como una carga extra de trabajo. No podemos dejar que nuestros alumnos se conviertan para nosotros en un listado en el que marcar casillas. Redescubramos que todos nuestros alumnos son diversos, todos tienen su biografía propia y todos gozan de la dignidad que, como decía Luz Casanova, debe hacer que “se sientan con derecho a contar con nosotras”.
Jesús en la escuela
Cuenta Lucas que a Jesús “venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos” (Lc 6, 18-19). Un buen fichaje ese Jesús para la escuela (aunque no sé si tenía el C2 en inglés).
Jesús no va a venir a nuestras escuelas (o quizá sí), pero los docentes sí podemos esforzarnos por ser esas personas a las que los chicos quieran acercarse a escuchar y a sentirse curados. Podemos comenzar pegando las listas y las orlas con las caras de nuestros alumnos en nuestros cuadernos, contemplando sus nombres y sus rostros y convirtiendo este gesto en un gesto de oración y esos papeles, aparentemente fríos, en un sacramento real de lo que Dios nos quiere contar para este año.
Conviene sacudirse el polvo.