No suele ser buena señal cuando los temas religiosos acaparan los telediarios y ocupan las conversaciones de especialistas y profanos. Llevamos unas semanas en las que, los lugares más recónditos, como la cola del supermercado o el transporte público, se convierten en espacios adecuados para hablar de las Clarisas que se han declarado herejes y cismáticas bajo el impulso, auspicio y, según él, jurisdicción de un obispo excomulgado. Es un tema del que hasta los programas de cotilleo de la televisión se ocupan y que podría resultar hasta cómico si no resultara tan doloroso y no despertara tantas preguntas e inquietudes. La cuestión daría para hablar de muchas cosas, pero, como quienes tienen la paciencia de leer este blog ya habrán percibido, una servidora tiende más a fijarse en lo que las situaciones nos pueden enseñar a cada uno que a regalar opiniones y sentencias.
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Una primera cuestión que me vino a la cabeza al conocer la noticia es una afirmación de la que estoy cada vez más convencida: las herejías se condenan, pero nunca desaparecen del todo. Y está claro que la mayoría de nosotros, que intentamos seguir a Jesucristo en esta Iglesia, nunca nos sentiríamos identificados plenamente con las herejías que han recorrido la historia y, además, dudo que seamos tan inteligentes como para inventarnos una nueva, al menos yo. Aun así, quien más y quien menos, no es difícil reconocer alguna traza, más o menos sutil, de ellas. Conscientes o no, no es difícil caer en la tentación de sentir que nuestro esfuerzo es capaz de ganarnos a Dios, creer que la realidad material se opone y contradice lo espiritual haciéndonos difícil vivir como quisiéramos o mezclar la calidad humana del sacerdote de turno con el valor de los sacramentos que celebra. Como indican los envases de algunos alimentos, es posible que aparezcan en nosotros trazas pelagianas, gnósticas, donatistas o de las más variadas herejías, sin que ni siquiera seamos excesivamente conscientes de ello.
No somos mejores que las Clarisas de Belorado
Hay otra cuestión de la noticia que me ha confirmado en algo que llevo mucho tiempo pensando. Se trata del peso que ostenta el grupo en el individuo. Tengo la sensación de que a veces resultamos un poco ingenuos a la hora de valorar cuánta es nuestra libertad individual. Con demasiada frecuencia estamos convencidos de que tomamos decisiones con plena libertad y en conciencia, pero sin sopesar la importancia que tiene en la vida de cualquiera la pertenencia a un grupo y cómo influye en nosotros la necesidad de ser queridos y valorados por aquellos que nos rodean. La psicología social no se cansa de decirnos cuánto nos influye el conjunto y cómo resulta más sencillo acallar la propia capacidad crítica que enfrentarse al propio grupo.
En el momento en que escribo estas líneas solo una hermana ha abandonado la comunidad cismática con más de ochenta años. Ha dejado atrás personas con las que ha compartido la vida durante muchos años y, sobre todo, la seguridad de lo conocido por lo incierto de una decisión nada respaldada por quienes la rodeaban. Es más que probable que nosotros no nos veamos en situaciones así de extremas, pero en el día a día nos van surgiendo muchas ocasiones en la que actuar en conciencia implica desentonar del conjunto, convertirnos en la “nota discordante” y decepcionar a personas que queremos y que son importantes para nosotros. No vendría mal reconocer que resulta más fácil y ciertamente tentador acallar nuestra conciencia, convencernos de que “no vale la pena” y seguir arropados y disueltos en la opinión de la mayoría.
En el fondo, aunque no hagamos comunicados de setenta páginas diciendo tonterías, hay elementos de fondo en los que ninguno de nosotros somos tan distintos de esas Clarisas de Belorado y, quizá, descubrirnos en eso que nos une nos permitiría valorar los hechos y rebatir las afirmaciones, pero sabiendo que no somos mejores. Al fin y al cabo, ¿cuántos de nosotros podríamos sostener la pregunta de Jesús y tirar la piedra por sentirnos “libres de pecado”? (Jn 8,7).