De los “normalizados” números de cayucos llenos de vidas humanas que siguen llegando a Canarias, llevo una temporada que solo me fijo, no tanto en la cantidad de personas que llegan –siguen creciendo los números sin que se vean posibilidad de regularizarse de manera segura y protegida- sino el número de menores que arriban a nuestras costas.
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Me abruma, aunque fuera tan solo un niño, porque su debilidad es mayor, sobre todo de los que vienen “solos”. También de los que vienen acompañados. Pero el interés superior del menor -más frágil por muchas razones- muchas veces queda vulnerado por disputas políticas tanto en su llegada como en su distribución hacia centros de la Península.
Precisamente los días de septiembre nos traen el aniversario (el cinco de septiembre de 2015 exactamente) que a través de una fotografía que dio la vuelta al mundo, nos desvelaba la imagen trágica de un cadáver infantil en las playas. El de Aylan Kurdi. Recostado y cabeza abajo en una playa turca.
El papa Francisco, en Laudato si’, publicada precisamente aquel año, advertía sobre los riegos del emotivismo y el utilitarismo. Unos riesgos que suceden como fáciles movimientos ante fotografías como la de este niño ahogado u otras similares.
El inmediatismo
Trascurridos ya nueve años, sigo subrayando el riesgo de que ese emotivismo haga surgir, “a cántaros” y solamente, una especie de solidaridad de “huracán e inmediatista”. ¡Y ante la que es difícil sustraerse! Pero, ¡ojo!, que el inmediatismo olvida muchas veces los mínimos y necesarios elementos para poder interpretar y actuar con suficiente profundidad esa realidad que contemplamos. Y que nos escupe a la cara.
Hay que seguir más allá. Y el paso del tiempo parece denunciar las carencias de una atención responsable ante las tragedias migrantes con menores (o sin ellos) que apenas tiene respuesta sostenida para evitarlas. Ni en el origen, ni en el tránsito, ni en la llegada. Respecto a esta última no hay más que recordar las disputas sobre asentamientos de menores en la Península de estos días.
La compasión compartida es más fácil. No lo es tanto el compromiso conjunto para la acción concertada y mantenida en el tiempo. Con lo que dicha compasión queda aguada de inmediato. Compasión para la acción permanente y sostenida más allá de disputas electorales. Porque entonces uno sospecha que el emotivismo puede ser utilizado para el utilitarismo de bastardos intereses.
La ola provocada por la fotografía de Aylan hace nueve años en una lectura emotiva me llevará a ver que es fácil conmoverse ante los que huyen de la guerra, por ejemplo, pero no tanto ir más allá ante esa u otras pobrezas invisibles o ante verdades de la vulnerabilidad escondida. Y olvidando, por ejemplo, que no solos las migraciones forzosas sino que también el hambre, por ejemplo, sin atajar sus causas y otras crueles realidades, también matan.
A causa de ciertos emotivismos tengo miedo a las frustraciones que se generan cuando a la generosidad se le pide permanencia en el tiempo, acompañamiento maduro personal y comunitario, formación que abra el foco y respuesta ante las fracturas en la cohesión social. La permanencia en el tiempo y la insistencia del papa Francisco en este tema –y en otros- va en esa línea.
“Aylanes” permanentes. El impacto emocional de aquella foto fue una gota en el mar que necesita mucha más insistencia todavía para colocar en primer plano y de otra manera el drama migratorio tan condicionante de nuestra realidad mundial. O los dramas de otros empobrecidos. Emoción, sí. Pero análisis también. Y actuar en consecuencia. No solo con parches. Porque seguiremos teniendo fotografías parecidas.
Pero la realidad de los “Aylanes” permanentes (reflejo del fracaso de Europa y de los “países del Norte”) y de otros millones de empobrecidos –por otras miles de causas– seguirá sin ponerse en primera línea. Son miles de fotografías que clavar en la mirada, en el corazón y en la reflexión. Para la formación, para la sensibilización, y para la acción.
El valor del icono de Aylan –trascurridos ya nueve años- es su capacidad de síntesis ante la pobreza y vulnerabilidad que no podemos callar. Precisamente por eso. Porque ya han pasado nueve años.