Poetas, cantautores, pintores, místicos… En todos ellos encontramos el baile o la danza como metáfora de la vida. Curioso, ¿no? Una de las más bellas que conozco es el poema de Madeleine Delbrêl ‘La danza de la obediencia’. A quien esta palabra (obediencia) le genere malestar o desconfianza, bien podría decir: ‘La danza de la vida’, ‘La danza del sentido’ o ‘La danza del Espíritu’. Y si alguien no cree en Dios, bien puede hacerlo suyo y donde dice Señor, decir Vida, Universo, Fuente… o lo que a cada cual le ayude a experimentar que no estamos solos y que Algo o Alguien nos precede y acompaña suavemente:
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Si estuviéramos contentos de ti, Señor,
no podríamos resistir a esa necesidad de danzar
que desborda el mundo y llegaríamos a adivinar
qué danza es la que te gusta hacernos danzar,
siguiendo los pasos de tu Providencia.Porque pienso que debes estar cansado
de gente que hable siempre de servirte
con aire de capitanes;
de conocerte con ínfulas de profesor;
de alcanzarte a través de reglas de deporte;
de amarte como se ama un viejo matrimonio.
Me viene especialmente este texto recordando una lápida que descubrí este verano en un cementerio. En el mármol se había perfilado una pareja bailando y junto al nombre del difunto (de 84 años), esta era la única frase: “Que allí donde estés, encuentres tu pista de baile”.
Me conmovió la delicadeza, la pasión y la mirada tan llena de esperanza. Y pensé que, ciertamente, podemos pasarnos la vida buscando nuestra pista de baile. La nuestra, esa en la que nos sintamos cómodos y en casa. Pero a la vez, no es menos cierto que para danzar no hace falta nada. Música, escucha y cuerpo. Nada más. Y elegir danzar en lugar de limitarnos a ir de un lado a otro:
Pero olvidamos la música de tu Espíritu
y hacemos de nuestra vida un ejercicio de gimnasia;
olvidamos que en tus brazos se danza,
que tu santa voluntad es de una inconcebible fantasía,
y que no hay monotonía ni aburrimiento
más que para las viejas almas
que hacen de inmóvil fondo
en el alegre baile de tu amor.
Danzamos con nuestros miedos y tristezas. Danzamos con los amigos que hoy están y también con la sombra de los que decidieron irse. Danzamos con quienes nos han precedido y en quienes pudimos ver el destello feliz de quien goza bailando e invitando a bailar a otros. Danzamos con nuestros sueños y deseos. Danzamos con nuestros aciertos y errores.
No dejemos de danzar
Pero es bonito pensar que también danzamos con los que vendrán, con lo que la vida va a traerme y aún desconozco, con personas que me querrán bien y otros que no me querrán en absoluto. Danzaremos eternamente porque también después de la muerte la vida que nos aguarda seguirá ofreciéndonos pistas de baile, giros, paradas, caricias, sorpresas… Esa vida que unos llamamos Dios, otros Universo, otros Ser… pero que todos, en algún momento, hemos podido experimentar que danzaba a nuestro lado y nos hacía danzar.
No creo haber encontrado mi pista de baile. O quizá he disfrutado de unas cuantas distintas. Pienso en lo que ya he vivido, en lo que me quede por delante y en quienes estáis ya “en el otro lado” danzando y acompañando mi baile. Y creo que más bien se trata de eso, de “vestirnos cada día con nuestra condición humana como un vestido de baile”, en palabras de Delbrêl.
Y en esta pista inmensa que es la realidad, habrá tiempo de mucha alegría, bailes más lentos y pegados, momentos de soledad y nostalgia mientras otros danzan, cansancio y descanso. Decepciones y nuevos encuentros. Alguna torcedura de tobillo, pisotones y abrazos que no se olvidan. Sea como sea, bailemos. No dejemos de danzar. Tenemos lo necesario: música, escuchas y cuerpo. Porque esta vida y la que vendrá, merece ser bailada, vivida, “no como un juego de ajedrez en el que todo se calcula, no como un partido en el que todo es difícil,
no como un teorema que nos rompe la cabeza, sino como una fiesta (…), como un baile, como una danza entre los brazos de tu gracia, con la música universal del amor”.