Bartimeo estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna.
Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
‘Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí’.
Mc 10,47
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En su incansable búsqueda de la plegaria perfecta el peregrino ruso repetía de manera recurrente las palabras del ciego Bartimeo. No estuvo desacertado el peregrino al afirmar la grandeza de tal plegaria.
¡Cuántas veces nos queda la sola opción de asumir nuestra íntima fragilidad, nuestro desconcierto, nuestra impotencia y mirar al cielo implorando compasión!
Detrás de la careta
Confundidos por las luces del bienestar, por las satisfacciones efímeras del consumo, por la búsqueda de placeres reconfortantes, nos esforzamos por construir biografías exentas de miseria, de dificultades, de conflictos, biografías de ‘instagramer’ en las que exhibimos estatus, poder, satisfacción y ocultamos todo lo que pueda oler a miseria.
Vivimos sin querer asumir que detrás de nuestra frágil careta se ocultan miedos, inseguridades, decepciones, impotencias, que también nos conforman y que tienen un peso grande en nuestro día a día. Bartimeo era ciego, era pobre, vivía tirado al borde del camino y no había barreras entre él y la salvación que Jesús le ofrecía. Por eso clamaba descorazonado pidiendo ayuda al hijo de David.
Los que hemos tenido la suerte de disfrutar de una vida acomodada, de vivir con solvencia económica y tenemos a nuestra disposición los parabienes que nos otorga vivir en un país rico, preferimos creernos autosuficientes, capaces de construir la existencia a nuestro acomodo, y nos conformamos con alcanzar metas y coleccionar momentos placenteros.
Y así, guardamos nuestras debilidades en ese cajón privado que hemos llenado de rutinas cotidianas que nos resultan indiferentes, insatisfacciones laborales, relaciones personales banales que no nos llenan, conflictos de pareja, frustraciones y heridas que ya sabemos incurables, deterioros físicos que nos limitan, impotencia para dar respuesta a las necesidades de otros, enfrentamientos personales o ideológicos que no sabemos resolver, o la angustia por una humanidad y un planeta que sangra por todas partes.
Vivimos desorientados, ciegos en muchas ocasiones. Pero ocultamos nuestra debilidad y renunciamos a clamar “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”.
Conviene sacudirse el polvo.