Una de las cosas que rescato de mi estancia por Roma son los paseos por las tardes. Después de cerrar la biblioteca solía ir a estirar las piernas y despejar las neuronas por alguna zona de la ciudad eterna, aunque fuera un rato. Gracias a este callejear al final del día he conseguido ubicarme bastante bien por el centro histórico, lo cual es un logro para alguien como yo, que no debía estar atenta el día que repartieron la orientación espacial y me agarro a Google maps como un gato a unas cortinas. Era un placer, pues a cada paso te encontrabas con un rincón precioso o algún edificio llamativo capaz de descansar la mirada después de muchas horas leyendo. Eso sí, no podías despistarte de mirar al suelo, porque el empedrado de las calles romanas es, por lo menos, para tener cuidado.
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Los adoquines romanos
He sabido que ese adoquinado típicamente romano se llama ‘sampietrini’ y que haberlo quitado en algunos lugares ha sido motivo de una polémica entre los ciudadanos. Estos se dividían entre quienes, por un lado, planteaban motivos prácticos y quienes, por otro lado, defienden su valor histórico y la estética tan característica con la que tiñe el centro de la ciudad. La cuestión es que, al mirar en la distancia las calles, no te percatas de las diferentes alturas que van adquiriendo cada una de las baldosas y del espacio que se abre entre cada una de ellas. Vamos, que no quiero ni pensar cuántos esguinces y tropezones tienen los ‘sampietrinis’ en su currículum, pero se han convertido en una seña de identidad de Roma.
He pensado mucho en esos adoquines y en la sensación de armonía que ofrecen a pesar de ser tan irregulares y distintos. No encajan perfectamente y esto, no solo permite que corra el agua entre ellos, sino que también les da el margen necesario para adaptarse al suelo sin quebrarse. Muchas veces en nuestra sociedad, en nuestra Iglesia, en nuestras comunidades o familias, albergamos la inconfesable pretensión de que no haya “piezas discordantes”, de esconder los espacios entre nosotros que delatan que no encajamos a la perfección y de desechar todo el que creemos que romperá esa concordia que deseamos… aún a riesgo de rompernos. Pero, paradójicamente, lo que nos da armonía es parecernos al adoquinado romano, donde cada persona es ella misma. ¡Ya se encargará el Señor de hacer crecer la hierba y cubrir esa distancia entre nosotros que nos puede hacer tropezar!