Un benefactor es alguien que construye el bien. Es más que un bienólogo, que lo estudia científica y objetivamente, pero no necesariamente se involucra. No se reduce a ser un patrocinador, que paga para que alguien más haga el bien en su lugar. Propongo que un benefactor es más que el bienhechor, quien realiza cosas buenas espontáneamente. El benefactor actúa intencional y sistemáticamente para poner en práctica ideas, interacciones, modos de colaborar y condiciones sociales donde el bien humano se vuelva una realidad y avance.
No es que haya algo malo en conocer, patrocinar o hacer espontáneamente el bien. Todo suma. Pero el benefactor se distingue porque lleva las cosas a la práctica metódicamente. Va tres pasos más allá del bien-sabido y opera en la esfera del bien-vivido. Reconoce que donar recursos suele ser insuficiente. Insiste en hacer lo correcto, aunque a veces no le nazca ni le aporte un beneficio obvio, pues el Bien no es un asunto de estados de ánimo, sino una realidad objetiva a la que aspira. Esto me lleva a preguntarme no cuánto sé del bien, ni cuánto dinero doy de limosna, ni cuántas veces me siento inspirado a ser bueno con otros. La pregunta es sobre el propósito, alcance y origen de mi quehacer por el bien.
Decisión, acción, esfuerzo, discipulado
Primero, la decisión por el bien antecede a las ganas del momento, y no al revés. Es decir, no “me nace y entonces decido hacerlo” sino “decido hacerlo y entonces me nace”. Esta indicación parece contra intuitiva, pero es correcta. Aclaro que decidir no es lo mismo que verse obligado, ni optar por lo menos malo, ni dejarse llevar por la corriente. Quien haya vivido los frutos de un perdón genuino o del rencor, puede comprobar que lo primero libera y lo segundo pudre por dentro. Decido salir del espacio de la violencia y entonces gradualmente me nace perdonar. La voluntad conduce, no el estado de ánimo.
Segundo, el bien humano es siempre tangible y concreto. No es una abstracción ni un símbolo lejano, sino una realidad que se alcanza en la sensación de saciedad tras pasar hambre, la resolución del estrés al resolver un problema o la paz tras encontrar un modo digno para mantener a la familia, por mencionar algunos ejemplos. El benefactor se centra en acciones, no en creencias.
Tercero, habituarse a hacer el bien solo sucede como resultado de un conjunto sostenido de acciones, algunas fáciles y de gratificación inmediata, otras difíciles y con resultados de largo plazo. Quien opta por esto, ya ha comprobado en carne propia que los actos –y no los decretos mágicos– son los que reconstruyen realidades deterioradas, aunque la fantasía por lo segundo quizá sea más seductora.
Otro ejemplo, la persona benefactora sabe que la meditación sirve para actuar regulando el temperamento en la vida diaria, y no para sospechar de toxicidad relacional en cada interacción. Por eso practica la paz que le conduce al bien y no la paranoia, que le lleva a la amargura y el aislamiento. Habituarse al bien requiere esfuerzo, no atajos.
Cuarto, las aparentes contradicciones previas son solo una muestra. La aventura del bien interior está poblada de dialécticas en las que resulta muy fácil estancarse o extraviarse. Por ello, tú y yo agradecemos cuando con Verdad se nos revela el Camino de Vida, en invitaciones a ejercitar la pobreza de espíritu, afrontar el sufrimiento, actuar con humildad, asumir buena voluntad en otros, trabajar por la justicia, compartir con misericordia, construir la paz y persistir en todo lo anterior a pesar de burlas y malos tratos. (Cf, Mt 5, 3-10). Quien se ha enfrentado a los retos del mundo y a la dificultad para resolverlos agradece la Sabiduría para ejercer el bien propio y de todos con profundidad. El benefactor es discípulo, no maestro.
Cafre
Esta reflexión no estaría completa si no hacemos una clarificación por contraste. Y pongo a tu consideración que lo opuesto a un benefactor es un cafre. Para muchos, la idea del cafre es de alguien atrabancado y descortés al volante, alguien que comete errores a los que a veces nos vemos tentados. Achaparra su carrito, pone música a todo volumen, se mete en sentido contrario para ganar tiempo, se siente dueño de la calle. Es una curiosa analogía a cómo algunos entendemos el hacer el bien: ponemos caras piadosas, alardeamos con selfies, intentamos hackear la ruta a la santidad, nos asumimos manantiales de la Verdad.
Hay un entender más profundo todavía. Aya (2010) explica que para el islam un kâfir no es alguien que comete actos vandálicos o carece de conciencia social. Es aquel que por insensibilidad propia tiene el corazón muerto. La diferencia con otros no está en sus ideas ni en su fe, sino en sus conductas de vida. El kâfir es proactivo ocultando la belleza y la trascendencia del mundo. Ciega pozos de agua viva que otros han creado y evita que las semillas germinen. Da la espalda a quien lo necesita, corta los lazos humanos y corrompe la Tierra.
Entonces, para nosotros el cafre es aquel que con ingenio propaga verdades a medias, oscurece la verdad y confunde a quienes están en búsqueda. Es inmisericorde con los demás, siembra chismes, envidias, y depreda los bienes comunes. En esa provocativa viralidad, el cafre es justo lo opuesto al benefactor. Quizá por ello, para evitar caer en lo cafre, la primera dicha del benefactor consiste en practicar la humildad espiritual.
Referencia: Aya, Abdelmumin. (2010). El islam no es lo que crees. Barcelona: Kairós.