En la sala de medicina interna de un hospital general estamos en contacto cotidiano con la muerte. A menos que sea de personas muy jóvenes, o de pacientes que has conocido y tratado mucho tiempo, no nos suele impresionar demasiado: es parte de nuestro trabajo, de nuestra profesión y práctica clínica; hemos convivido con ella desde el inicio de la residencia (en mi caso, casi 40 años). Hemos extendido montones de certificados de defunción, tras constatar la ausencia de signos vitales en un paciente, mediante maniobras exploratorias que se aprenden en el primer año de especialidad.
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Creo haber visto morir de muchas formas, algunas mejores que otras. Conforta ver a personas que se marchan en paz, con sus síntomas bien controlados, como una vela que se apaga. Rodeados y llorados por su familia, que acompaña el tránsito en una última expresión de amor por el que marcha, reunidos alrededor del enfermo. Así, la muerte viene como un dulce abrazo. En ese contexto, los creyentes creemos, como formuló con belleza Tagore, que en realidad la luz de la vela se apaga porque llega el amanecer.
En soledad
Sin embargo, hay muertes que todavía me impresionan, quizás porque ves a la persona enfadada con su destino o en profunda soledad. Elizabeth Kübler-Ross, la médico suizo-norteamericana que más y mejor ha escrito sobre la muerte, afirma que nadie muere solo. Ojalá sea así, porque contemplo algunas muertes que parecen miserables de personas que dan la sensación de no haber disfrutado de la vida, que dejan atrás conflictos familiares o a quienes nadie ha visitado, como si a nadie importasen. Esto es muy triste para el personal sanitario, para quienes atendemos a personas que carecen de valedor alguno: nadie se interesa, nadie pregunta, no hay nadie a quien informar.
Ojalá, cuando me llegue el turno, me marche en paz con lo vivido; que alguien me sostenga la mano y me conforte con cariño y cercanía, un lenguaje universal que todos los seres humanos entendemos. Una palabra amable, una lágrima, una caricia… Porque, si bien la muerte es la forma natural de terminar la vida y no habríamos de temerla, puede resultar penoso abandonar el mundo que conocemos.
Unas manos abiertas
Eso también sucede incluso si creemos y queremos que pueda existir más allá un amor mayor de lo que podemos imaginar y esperamos unas manos abiertas que nos recojan cuando atravesemos el umbral de esta vida y “pasemos al otro lado”, tal como unas manos cuidadosas nos recogieron cuando abandonamos el seno materno para venir a este mundo.
Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos y por este país. Y para que se nos conceda una buena muerte.