En estos días recordamos a dos mujeres que merece la pena conocer. Las separan siglos y dos trayectorias vitales muy distintas, pero ambas fueron buscadoras de la verdad. Dicho así suena algo grandilocuente pero, al final, ¿no es acaso lo que todos intentamos hacer día tras día? Y, ¿qué es la verdad? Quizá mirarse al espejo por la mañana y no espantarse de una misma; quizá no transigir con medias verdades y pequeños embustes que nos contamos para no llamar a las cosas por su nombre. Y qué difícil es a veces…
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La primera mujer era judía y alemana. La primera que defendió una tesis doctoral de Filosofía en Alemania, nada menos que bajo la dirección de Husserl, quizá el filósofo vivo más influyente de la época, y con una calificación de ‘summa cum laude’. Nadie le regaló nada, evidentemente. Nadie se lo puso fácil. De hecho, intentó habilitarse para la cátedra en cinco universidades distintas (Gotinga, Múnich, Friburgo, Breslau y Kiel) y en todas fue rechazada por ser mujer. El propio Husserl no solo no hizo nada por ayudarla sino que intentó mantenerla subordinada en todos los sentidos, tanto intelectualmente como en la tareas que la exigía. Al parecer, ese fue el motivo por el que acabó rompiendo su relación con él para que otro joven filósofo ocupara su lugar y publicara parte de sus trabajos sin citarla, por supuesto: un tal Martin Heidegger.
Su tema de tesis fue “Sobre el problema de la empatía”. Se llamaba Edith y su número de prisionera en el campo de concentración nazi Auschwitz-Birkenau fue el 44074. Murió gaseada, junto a tantos otros, convertida al cristianismo y como monja carmelita.
Edith destacó desde niña por su capacidad intelectual, por su amor por la lectura y la soledad. Tenía todos los ingredientes para ser considerada, cuanto menos, rara. En su adolescencia eligió conscientemente abandonar la fe y declararse atea. Con la misma libertad, muchos años después, en el verano de 1921, tras leer la Vida de Teresa de Jesús toda una noche, escribió: “Cuando cerré el libro, me dije: esta es la verdad”. Evidentemente, nadie llega ahí en una sola noche. Sólo un viaje sincero de búsqueda puede conducirte hasta ese momento en que “ves” algo con tal claridad que ya no puedes dejar de verlo. Quizá por eso mismo, también escribió mucho más tarde, repasando su vida:
“Mi anhelo por la verdad era ya una oración (…) Creía que llevar una vida religiosa significaba renunciar a todas las cosas terrenas y vivir solamente con el pensamiento puesto en Dios. Gradualmente, sin embargo, me he dado cuenta de que este mundo exige de nosotros otras muchas cosas… Creo, incluso, que cuanto más se siente uno atraído por Dios, más debe salir de sí mismo, en el sentido de dirigirse al mundo para llevar allí una razón divina para vivir“.
La otra mujer se llamaba Clara, italiana, hija de un caballero rico, con bastante poder y una madre de familia noble y feudal. Fue creciendo en un entorno de corrección social y religiosa, sin duda la joven guapa, dulce y tranquila de la que toda familia de bien quiere presumir.
El único problema fue que Clara pensaba por sí misma y a los 18 años, escuchando los supuestos desvaríos de otro buscador –Francisco-, descubrió que solo sería feliz plenamente libre, sin depender de nada ni de nadie. Y sintió que había “visto” y ya no podía dejar de ver. Y tomo la decisión de dejar su casa y unirse a este joven Francisco, que andaba mendigando y cantando por las calles, como si no hubiera nada de lo que preocuparse que no fueran los mismos pobres que le rodeaban.
Clara de Asís
Clara de Asís buscó la verdad con la misma honestidad que Edith Stein, aunque por caminos distintos. Ambas sufrieron las críticas y el rechazo de una sociedad que no entendía semejante libertad en mujeres. Ambas conocieron el dolor de que tu propia familia o tu entorno más cercano dude de ti. Ambas -creo yo- fueron felices. Buscaron y encontraron la verdad. Que quizá no es otra cosa que vivir despiertas, sin dar nada por hecho ni acabado, sin miedo a tomar decisiones, decididas a vivir en la inseguridad de caminos no trazados con tal de no quedarse en lo conocido y seguro si el corazón te dice que no es por ahí.
Y me recuerdan a hombres y mujeres, aquí y ahora, que intentan cada mañana hacer lo mismo: buscar la verdad, ser verdad, al menos en la medida que nos es posible a cada uno. Puede que no sean muchos. No cotiza al alza la verdad. Son mucho más asequibles otros saldos y apenas lo nota la mayoría. Pero merece la pena intentarlo.
A todos los que “habéis visto” algo y ya no podéis dejar de verlo; a todos los que en estos días tomáis decisiones incómodas buscando ser un poquito más verdad. Para todos vosotros estas líneas.
La verdad duele pero quizá es de las pocas cosas que merece la pena entregar en medio del mundo. La verdad y el amor que es, en definitiva, lo más verdadero que puede movernos en la vida.