Buscar la voz de Dios en medio de una pandemia


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Si algo es evidente e incuestionable para el corazón que se deja tocar, es que esta pandemia por el Covid-19 nos ha hecho conscientes de nuestra fragilidad y de nuestras enormes equivocaciones acerca del modo cómo hemos decidido vivir en sociedad. Nos damos cuenta del fracaso en las relaciones de unos con otros, es decir, en esta pandemia constatamos lo tremendamente ciegos que habíamos estado… y seguimos estando.



La predominante ‘cultura del descarte’ que dicta la lógica de la dominación (del usa y tira) se ha aplicado para todo, incluso para las relaciones humanas, llevándonos al quebranto existencial, al punto de no retorno en el equilibrio ecosistémico, a la ruptura de la fraternidad y, para muchas personas, a un vacío espiritual posiblemente irreversible. Hoy es tiempo de asumir lo perdidos que hemos estado en muchos sentidos sin un sitio de referencia en el cual vivir. Antes de esta pandemia nos encontrábamos ya de tantas maneras sin cimientos. Frente a ello, el primer paso es reconocer y asumir esta crisis y, quizás a partir de esto, podamos comenzar a buscar una nueva luz.

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El ciego Bartimeo

Tengo la impresión de que la figura del ciego Bartimeo es muy poco conocida. Es una figura con una aparente presencia fugaz en los relatos del Evangelio. Sin embargo, por algún motivo incomprensible, ha sido una presencia determinante en mi vida en los últimos años. Casi podría decir que no puedo entender mi experiencia de fe y de seguimiento de Jesús sin pasar por y con este personaje, mirarme desde su testimonio y vida. En estos tiempos de pandemia, podemos mirar al olvidado Bartimeo para descubrir con él y en él lecciones profundas que nos ayuden a caminar por esta crisis sin precedentes y salir adelante, porque: el ciego Bartimeo soy yo, eres tú, somos todos.

El grito de Bartimeo representa el grito de toda esta generación. Es el grito de la humanidad toda que gime con dolores de parto ante la incertidumbre de esta pandemia. Es un llamado exaltado para pedir compasión, empatía, y así acortar distancias para sabernos genuinamente acompañados en este dolor.  Es la búsqueda de un nuevo modo de relacionarnos, donde predomine el sentido de misericordia -de tener un corazón capaz de abrazar lo que los otros están viviendo- . Es con Jesús cómo podemos experimentar la otredad en su mayor plenitud. En definitiva, Él es la vía para poder superar las tantas fuerzas que reprimen, que silencian, que manipulan para evitar y matar el encuentro. De Él nos viene la fuerza para gritar más fuerte ante esta pandemia, para allanar el camino hacia una verdaderamente nueva cultura del encuentro, para salir de nuestra ceguera y de nuestro auto-abandono.

¿Qué superflua seguridad, la cual considerábamos esencial, hoy debemos abandonar siguiendo el ejemplo de Bartimeo al lanzar esa manta, posiblemente su única pertenencia, para disponernos a lo verdaderamente nuevo? La vida nos da una oportunidad inédita para repensar nuestro futuro desde los cimientos, del barro mismo, de nuestro ser. Es momento de reconocer las raíces genuinas de nuestra existencia como humanos miembros de este hermoso y claroscuro mundo e identificar el sentido de nuestras vidas, separándolo de lo efímero y pasajero. El discernimiento será el nuevo modo de vivir y de ser, de lo contrario, toda esta indeseable pandemia habrá sido en vano. Es tiempo de caminar día con día con la pregunta ¿qué quiere Dios de mí (de nosotros-as) y en qué quiere que me (nos) gaste (mos) la vida a partir de ahora a la luz de esta posible conversión?

Por tanto, recuperar la vista es recuperar la capacidad de misterio, de alteridad, de tejer Reino. Cuando Jesús nos pregunta a todos, igual que a Bartimeo: ¿Qué quieres que haga por ti?, lo que está en juego es el futuro mismo, nuestro futuro personal y en común. ¿Qué respondemos ante esta pregunta? ¿Somos capaces de asumir lo que implica poder ver un horizonte más allá de esta crisis? Jesús nos redime en medio de esta hora de incertidumbre y nos concede una vez más la posibilidad de emprender rutas inéditas hacia el encuentro con Él. Nos invita a seguirlo por el camino, aunque parezca de noche, y a pesar de que sintamos el abrumador cansancio de cargar esta pesada cruz, sabemos que habrá de quedarse con nosotros y lo reconoceremos al partir el pan de vida, un pan que nos llevará a superar esta pandemia, y hacia tiempos mejores, hacia un yo y un nosotros, mejores. Si acaso lo dejamos tocar nuestras vidas.

Vivir la esperanza

Martin Buber, filósofo existencial, lanza una interrogante que me parece ineludible en estos tiempos de pandemia: “Preguntamos sobre la esperanza para este momento. Con ello, quienes nos interrogamos lo percibimos no sólo como extremadamente angustiante, sino también como un momento donde no aparecen perspectivas diferentes, donde el porvenir no se nos presenta como un tiempo de claridad y de elevación. Y a pesar de eso, precisamente porque buscamos una mejor perspectiva, hablamos de esperanza”.

Ante esto: ¿De cuál esperanza damos razón como creyentes en Jesús? Es imposible no sentirse vulnerable frente a esta situación, sobre todo por la incertidumbre de su verdadero alcance, por las implicaciones que tendrá para nuestra vida futura que con certeza experimentará cambios de forma y de fondo aún en ciernes. Por ello, es imprescindible procurar hacer una lectura de la realidad desde los ojos de nuestra fe para quienes somos creyentes en Jesús.

Al respecto, toda mirada sobre esta situación, habitando en las entrañas de la pandemia, debe ser en clave de esperanza como elemento imprescindible; sin ingenuidad, es decir, sin miradas idealizadas o alienantes sobre una realidad inexistente, sostenida en una fe infantil que pone todo en las manos de un Dios cuasi-mago; o de un Dios que actúa como cruel juez permaneciendo ajeno a nuestro paso por el valle de la muerte, con una preferencia de unos por encima de los otros. Por el contrario, hemos de hacer este itinerario con la certeza de sabernos llamados a ser partícipes de este tiempo y esta tierra, dando una respuesta firme y consistente para la conversión, con la fe que profesamos, según nuestra realidad y posibilidades particulares y mirando a los ojos a los hermanos y hermanas, en genuina perspectiva de otredad.

Estamos llamados a hacernos conscientes de que nuestra actuación será copartícipe del itinerario para salir adelante de esta crisis en clave comunitaria, y desde una opción ineludible e irrenunciable por los más vulnerados y vulnerables de nuestra sociedad, los más lastimados por esta pandemia, y que ya eran lacerados en sus existencias antes de ésta.

Nuestra esperanza debe estar asociada a la inconformidad y denuncia de las situaciones de pecado estructural que se hacen más visibles en esta crisis; frente a la obscena inequidad planetaria, la pobreza y el oportunismo de muchos supuestos servidores del pueblo en tantos niveles y espacios. La esperanza para estos tiempos debe estar afianzada en la capacidad de superar la predominante cultura del descarte, sostenida en una visión individualista para el propio beneficio utilizando y aplastando a los otros-as. Si hemos de salir de esta situación, y no nos queda duda alguna de que lo haremos, será juntos-as y trazando nuevas rutas.

La promesa de Dios en pandemia

Después de esta pandemia, habremos de resucitar. En el libro del Génesis, luego de la tragedia planetaria del gran diluvio, se expresa un signo del anhelo de Dios para que la humanidad viva una conversión real y profunda. Dios dijo a Noé, y nos dice contundentemente a todos nosotros-as: “Voy a establecer una alianza con ustedes, con sus descendientes y con todos los seres vivos que los han acompañado… con todos los animales que han salido del arca con ustedes y que ahora pueblan la tierra. Esta es mi alianza con ustedes: ningún ser vivo volverá a ser exterminado por las aguas del diluvio, ni tendrá lugar otro diluvio que destruya la tierra” (Gn. 9, 9-11).

Dios hace esta misma promesa hoy, que será el sustento de todo lo por venir en nuestra historia como seres humanos, miembros de una casa común, para superar esta pandemia, y las que estén por venir. Se trata de una alianza sobre la cual debemos poner toda nuestra fe, esperanzas y acciones, creyendo de verdad en una posible nueva civilización que emerja de esta crisis.  En medio del mundo actual, donde en buena medida se ha perdido la conexión con el misterio, con toda la belleza de Dios en cada elemento creado, la experiencia fratricida sigue marcando muchas de nuestras relaciones. Es inaplazable abrazar esta promesa de que nunca más a destrucción habrá de ser la medida de nuestras relaciones con nosotros, con los otros, y con nuestro entorno.

De este modo, con respecto a la relación con nuestra hermana madre tierra, Dios mismo hace una promesa bio-céntrica: promete a todos los seres sobrevivientes del diluvio, hablándoles como sujetos creados, que no habrá otra desconexión con ellos expresada en la aniquilación de la vida. Esta misma promesa hoy podemos interpretarla en lo que el Papa Francisco llama la ecología integral, una categoría en comunión con las innumerables expresiones de una fe cristiana conectada con el cuidado de la vida y de toda vida.

Dios mismo, en su alianza por la defensa de la vida, rompe con una visión meramente antropocéntrica. Sí, el ser humano es su ser amado creado a imagen y semejanza, pero en esta promesa nos hermana y nos afirma como una parte interconectada con todos los seres creados y, por tanto, con toda vida en nuestra Casa Común. Dios sigue diciendo: “Esta es la señal de la alianza que establezco para siempre con ustedes y todos los seres vivos que los han acompañado: pondré mi arco en las nubes; esa será la señal de mi alianza con la tierra. Cuando yo cubra de nubes la tierra y en las nubes aparezca el arco, me acordaré de mi alianza con ustedes y con todos los vivientes de la tierra (…)” (Gn. 9, 12-15). En tiempos de profunda tempestad como los vividos en esta pandemia, cabe preguntarse: ¿Somos capaces de encontrar el signo de la promesa de Dios de que la vida habrá de prevalecer? ¿Creemos en Su promesa?

Difícil ejercicio cuando mujeres y hombres, muchos de ellos inocentes y vulnerables, mueren por causa de esta enfermedad, al igual que de tantas otras muertes cotidianas por causas evitables… de las muchísimas pandemias preexistentes, todas ellas unidas por la trama de la inequidad y la injusticia.  Complejo creer en la promesa de Dios, cuando un virus microscópico ha postrado a la civilización entera, el cual nos ha hecho conscientes de nuestra absoluta fragilidad y pequeñez. Pero, desde una fe que abraza la pasión y muerte de Jesús, afirmamos y acogemos esta promesa en la certeza absoluta de Su Resurrección, que acontece en medio de la vida y supera a la muerte siempre.

Al igual que Noé, hoy nosotros-as estamos llamados a asumir una opción esencial por los más vulnerables y por el cuidado de la casa común; debemos plantar la primera viña que haga florecer la vida en su conjunto tras esta noche oscura de la pandemia que habrá de pasar, y ello será un acto revolucionario y a contracorriente en un sistema fratricida. Para ello necesitamos abrazar la co-existencia y co-dependencia de unos con otros y con nuestra tierra, fuente de vida, alimento y sustento, erradicando la dominante sociedad del descarte para dar paso a una vida que asegure el equilibrio, la continuidad, la reciprocidad entre personas y la tierra, y la solidaridad en las sociedades, con las futuras generaciones y con nuestro entorno. Apostemos por una redistribución de los bienes de la creación para que todos y todas, sin dejar a nadie fuera, podamos tener vida y vida en abundancia (Jn. 10, 10).


Por Mauricio López Oropeza. Director del Centro de redes y Acción Pastoral del Celam