Llueve sobre mojado cuando redescubrimos cada comienzo de noviembre que la escuela se nos llena de telarañas, imágenes monstruosas, tonos negros y naranjas y profesores y alumnos disfrazados por los pasillos.
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En menos de dos décadas se ha instaurado en nuestra sociedad una costumbre que no me atrevo a tildar de celebración, sino, más bien, de festejo. Entiendo que hablar de ‘celebración’ es referirse a un ritual que trasciende la realidad del celebrante, y que apunta a una dimensión existencial o espiritual que, de alguna manera, le hace ser más, le enriquece. Regalar un libro y una rosa el día de San Jorge, o soplar las velas arropado por los tuyos en un cumpleaños, son sencillos ejemplos profanos de como un ritual puede ir más allá del rito en sí y agranda la experiencia vital de quien lo disfruta. Pero Halloween se agota en sí mismo, es una parafernalia que solo busca el divertimento. Se podría pensar que es un juego con la muerte (seguramente ahí radique parte de su magia) pero, sinceramente, no me parece que ahonde en las implicaciones de nuestra realidad finita. Halloween es un muestrario de calabazas huecas, de significantes sin significados, de rituales sin trascendencia. De alguna manera, forma parte del olvido que nuestra cultura tiene de lo simbólico.
Llamados a construir un mundo más humano
Para los cristianos, la perplejidad se acentúa cuando vemos que esta puesta en escena ha desviado nuestra atención y hemos dejado de invocar a los santos que, como diría Kallistos Ware, teólogo ortodoxo, “unidos a los que los han precedido y están llenos como ellos de luz, se convierten en una cadena de oro en la que cada santo es un eslabón que se une al siguiente por la fe, por las obras y por el amor”. Así, cuando cada primero de noviembre aceptamos que el invierno llega, que las horas del día se acortan y que la tiniebla es máxima, y tenemos la tentación de encerrarnos en el calor del hogar, los cristianos revivimos la experiencia de los que fueron y son luz para el mundo, nos sentimos convocados por la estela que estos dejaron y llamados a construir un mundo más humano. Como ya se anunciara en ‘Sacrosanctum concilium’, “la Iglesia introdujo en el círculo anual el recuerdo de los mártires y de los demás santos… porque al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos… y propone a los fieles sus ejemplos” (SC 104).
Cuando llegado noviembre en las escuelas nos dejamos llevar por la llamada de las calabazas huecas, más allá de una perspectiva creyente, estamos perdiendo una oportunidad para que nuestros alumnos puedan salir de sí mismos, descubrir el valor de la humanidad que les precede, comprender la importancia de su presencia y actitud en el mundo, sentirse eslabones de una cadena ilimitada que les convierte en seres históricos, y repensar su vida desde el valor de la entrega y la evidencia de una muerte inevitable.
Conviene sacudirse el polvo.