No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: “Los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio”. Si a alguno le parece escandalosa esta frase, lamento decirle que está sacada textualmente del número 80 de la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, del papa san Pablo VI.
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Efectivamente, la misericordia de Dios, que es infinita y que “se ríe del juicio” (Sant 2, 13), encuentra caminos infinitos para que la salvación que su Hijo trajo al mundo se haga efectiva en todos aquellos que no se opongan consciente y tozudamente a ella.
Basta leer Mt 25 para constatar que la salvación llegará a muchos que no conocieron ni conocerán al Señor, o que incluso le rechazaron formalmente, pero que, sin saberlo, le dieron de comer y beber, le visitaron en la cárcel o en la enfermedad, le vistieron y le acogieron. Y se extrañarán de estar a su derecha…
¡Si evangelizamos no es para salvar al otro, al mundo, sino para anunciarles que ya están salvados! Si evangelizamos es porque “la alegría del Evangelio” no nos cabe en el cuerpo y sentimos la imperiosa necesidad de compartirla.
Si, estando en un grupo de personas sedientas, descubro un manantial de agua pura y cristalina, ¿voy a ser tan egoísta de no comunicarlo a los demás, guardándome para mí solo el descubrimiento? ¿No iré más bien corriendo a los demás, diciéndoles: “¡Venid!, aquí hay un manantial de agua que va a salvarnos?”.
Evangelizar
Sí, no evangelizamos para salvar al otro, sino para salvarnos nosotros mismos y no ser víctimas de nuestro egoísmo. Por eso, san Pablo VI continúa así la cita del inicio: “¿Podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza –lo que san Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio–, o por ideas falsas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; y de nosotros depende el que esa semilla se convierta en árbol y produzca fruto” (Evangelii nuntiandi, 80)
Conclusión: “¡Ay de mí si no evangelizara!”, nos enseña san Pablo. No dice “¡ay de los otros!”, sino “¡ay de mí!”.
La alegría del Evangelio es siempre expansiva y contagiosa.