Chuzos de punta le cayeron al cardenal Cañizares por preguntarse en voz alta si “esta invasión de inmigrantes, ¿es todo trigo limpio?”. También desde aquí abajo se cuestionó si lo que hacía el purpurado era destejer de noche lo que tejía el Papa de día en plena crisis humanitaria de refugiados huyendo de Siria.
Dos años y medio después, su decisión de poner a la Iglesia de Valencia en estado de acogida a los inmigrantes del Aquarius no ha cosechado los elogios que merecía, sobre todo por quienes censuraron aquellas palabras. Yo aplaudo su rápida respuesta. No podía ser otra.
Es cierto que, desde entonces, y todavía con más ahínco, Bergoglio hizo de la cuestión migratoria una de las líneas definitorias de su pontificado, hasta significarse como el gran líder mundial en defensa de la dignidad de los millones de desplazados en una época en la que se levantan muros mentales y de hormigón contra ellos.
En este sentido, la Iglesia en España está dejando atrás titubeos pasados y se ha convertido en una activa promotora de lo que algún cardenal llama la “acogida serena” de quienes llegan a nuestras costas buscando una oportunidad.
La denuncia de los CIE y las concertinas, la apertura de corredores humanitarios, la reclamación de derechos para los que llegan, están entre las medidas que viene promoviendo la Comisión Episcopal de Migraciones. Siempre hay un verso suelto que en el banco de al lado refunfuña que la Iglesia tendría que mirar para los de casa. También para ellos tiene sitio la agenda eclesial, con una Cáritas que le pide a Pedro Sánchez reunirse ya con sus ministros para mostrarle sus peticiones contra la precariedad social. La Iglesia, sin aplausos, va tomando una iniciativa que nunca debió perder.