Después de más de cincuenta años de sufrir las consecuencias del enfrentamiento entre la guerrilla de las Farc y el Estado colombiano, las mujeres estamos cansadas de llorar a los muertos y desparecidos.Cansadas de huir de la violencia. Cansadas de una guerra que deja como saldo no sé cuántos miles de muertos en las filas del ejército, de las FARC y de la población civil, más otros tantos miles de personas secuestradas y de familias desplazadas. Cansadas de tener que compartir el dolor de otras mujeres. Porque la guerra y la violencia duelen.
Como duele, también, constatar que quedan grupos armados insurgentes que siembran de sangre el suelo colombiano, que negocian con droga, que secuestran y torturan, que hacen justicia por su cuenta.
Como duele contemplar la polarización del país y a los enemigos de la paz que arengan desde la prensa, que tuitean mentiras y consignas violentas, que temen perder sus privilegios y a quienes no les tiembla la mano para poner zancadilla a sus contrincantes o eliminar al que se opone a su propia ambición.
Las mujeres colombianas no queremos más guerra ni violencia. Por eso nos ha llenado de esperanza la firma del Acuerdo que formalizó el fin del conflicto armado, con el consiguiente cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, la dejación de las armas de la guerra, la reinserción de la guerrilla en la sociedad civil y la transformación del movimiento armado en movimiento político.
Creemos que por fin va a comenzar una era de paz y que tenemos derecho a soñar en un país diferente. Queremos un país en justicia y equidad, en el que nadie se sienta excluido o menospreciado. Queremos vivir y convivir en una sociedad tolerante.
Soñamos con un país reconciliado en el que no solo las partes en conflicto dejen las armas de guerra y de violencia sino en el que empuñemos armas de reconciliación y de paz. Creo que es nuestro compromiso de mujeres creyentes, cansadas de guerra y de violencia: un compromiso que exige valor y generosidad para reconocer errores.
Se me vienen a la memoria las palabras que Isaías escribió hace casi tres mil años anunciando el comienzo de una era de paz: “Convertirán sus espadas en arados y sus lanzas en guadañas. Ningún pueblo volverá a tomar las armas contra otro ni a recibir instrucción para la guerra” (Is 2,4).
Las armas eran, entonces, las espadas y las lanzas, que en la anunciada era de paz iban a transformarse en herramientas de cultivo: en arados y guadañas. Las armas, hoy, no son únicamente morteros, obuses, ametralladoras, granadas y minas quiebrapatas.
Armas de guerra son el egoísmo que anida en los corazones, la ambición de poder y la búsqueda de riqueza. Armas de guerra son las que manejan quienes intentan obtener dinero por el camino fácil. Son armas peligrosas que alimentan la violencia y son las armas que es preciso deponer.
O mejor, cambiar por armas de reconciliación. Capaces de desmontar estructuras de injusticia y violencia, de egoísmo y corrupción. Capaces de desarmar los corazones de envidia y agresividad, de intolerancia hacia la diferencia e insensibilidad frente al dolor ajeno, del afán desmedido de poder y de riqueza que hacen daño e impiden convivir con próximos y distantes, de la desconfianza y el miedo que no permiten acoger la diferencia, de odios y sectarismos que alimentan la polarización, de la desconfianza que dificulta la aceptación del enemigo como ser humano, del egoísmo que rechaza reformas que generen equidad. Y sin justicia no hay paz, como también escribió Isaías: “la justicia producirá paz” (Is 32,17).