En el verano de 1986, siendo un joven estudiante jesuita, visité durante tres meses Centroamérica (Honduras y unos pocos días en El Salvador). Siendo ya médico, además de las tareas parroquiales en una zona rural, atendía pacientes por las mañanas en un dispensario del Gobierno que contaba con el apoyo de una ONG británica y el párroco de la localidad, un jesuita que también era médico.
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En mi consulta descubrí todo un espectro de sufrimiento humano que apenas había conocido en mi país de origen: enfermedades infecciosas como la tuberculosis, que en aquellos días no era tan frecuente en España (más tarde, con la pandemia de SIDA, la situación cambió); infecciones por hongos que yo apenas sabía existían; fiebre reumática (una enfermedad del corazón y las articulaciones) que no he vuelto a ver en mi práctica clínica; mordeduras de serpiente; desgarros después del parto en las casas, que no podíamos reparar y derivábamos al hospital; y, sobre todo, las consecuencias terribles de la miseria: la malnutrición infantil con sus diversas manifestaciones clínicas, hasta el mortal marasmo, forma extrema de desnutrición que resulta casi irreversible. Vi morir no pocos niños en aquellos breves meses.
Ya lo vivió Romero
Encontré las situaciones vitales que describe en sus escritos monseñor Romero, el santo salvadoreño: “Campesinos sin tierra ni trabajo estable, sin agua ni luz en sus pobres viviendas, sin asistencia sanitaria cuando sus mujeres dan a luz y sin escuelas cuando sus hijos llegan a la edad escolar… Habitantes de tugurios cuya miseria supera toda imaginación, y sufriendo el insulto de las mansiones cercanas”.
Allí descubrí muchas cosas que me han enriquecido y acompañado hasta hoy. Por ejemplo, que mi vocación en la vida era la medicina, no el sacerdocio. Yo quería servir a mis semejantes como médico, no mediante la pertenencia a una orden religiosa. Me admiró la dignidad con la que la mayoría de la población llevaba adelante unas vidas que me parecían duras, con condiciones de vida precarias, que se tambaleaban por completo cuando acontecía la enfermedad. Vi de cerca la violencia política que asolaba Centroamérica en esos tiempos y que, unos años más tarde, se convirtió en violencia social, peor si cabe. Pero también viví la esperanza de un continente, expresada en una religiosidad de gran riqueza y tradición, en el compromiso de muchos por una sociedad más justa, hasta el sacrificio de la propia vida.
Tras su rastro
Una de las figuras que encontré –amén de otras muchas personas, en el mundo religioso y fuera de él– fue el ya mencionado monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, que había sido asesinado unos años antes de mi visita, el 24 de marzo de 1980. Visité su mausoleo y hablé con personas que le conocieron y trataron, leí libros sobre él, escuché sus homilías. Su testimonio y sus palabras, su compromiso con el pueblo del que fue pastor y por el que entregó su vida, su fe en el Dios de Jesús, me han ayudado e inspirado durante toda mi vida, sobre todo en momentos de dificultad.
Aquellos meses de Centroamérica me fundamentaron como médico y como persona, aunque no fueron nada fáciles: estuve en contacto directo con más sufrimiento humano del que hubiese deseado, y que solo conocía de oídas, a través las imágenes de los periódicos y la televisión. Creo que gran parte de lo que soy y de lo que mi vida ha sido hasta ahora lo debo a aquella visita; puedo afirmar que, en mi caso, Honduras fue un lugar de liberación, una tierra de encuentro con Dios. Por eso me entristece tanto ver en lo que los actuales gobernantes han convertido a la región, después de unos tiempos en que pareció que un mundo mejor era posible para sus habitantes.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos