Como cada verano desde 1986 –pronto habrán transcurrido 40 años–, mis recuerdos vuelan a un viaje que tuvo una importancia capital en mi vida. Desde Madrid, vía Miami, siendo un joven estudiante jesuita, viajé para trabajar como médico en Honduras; también pude visitar El Salvador. Allí comenzó a gestarse la convicción de que la medicina sería mi ‘via ad Deum’, y no la pertenencia a una orden religiosa.
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Podría llenar páginas sobre mis vivencias de aquellos pocos meses; de hecho, ya dediqué un par de entradas en este blog hace un año, pero me detendré en las personas que conocí. Enfermeras norteamericanas voluntarias en el centro rural donde trabajé, llenas de buena voluntad, de experiencia y de problemas personales, de las que nunca he vuelto a saber. Personal sanitario hondureño con diferente grado de motivación y entrenamiento, por lo general bien preparado. Toda suerte de voluntarios internacionales bajo el paraguas de diversas ONG; es posible que más de uno en tareas de espionaje.
Diferentes objetivos
En Centroamérica confluyeron en aquellas décadas múltiples personajes con muy diferentes objetivos, explícitos o no. En algunos casos, dejaron allí su vida y compartieron la suerte de las personas a las que pretendían ayudar –los menos, en general sacerdotes y religiosas–; en otros, aportaron lo que pudieron, aprendieron mucho si fueron listos y se marcharon; algunos, por desgracia, hicieron más daño que bien.
Recuerdo al médico hondureño con el que trabajé, un profesional competente y capaz, resolutivo, que estaba haciendo el llamado “año rural” y a la vez la tesis sobre una enfermedad endémica de la zona, la leishmaniasis cutánea. Aprendí mucho de él, me invitó a su casa en San Pedro Sula, donde vivían su mujer e hijos; fue muy amable conmigo.
Mejor formación práctica
Por aquel entonces los médicos hondureños tenían una formación práctica mucho mejor que la nuestra. Desde los primeros años suturaban heridas, operaban, atendían partos… Me admiró su capacidad y tranquilidad en las graves emergencias que nos llegaban cada día al dispensario. Algunas solo las había leído en los libros, como graves mordeduras de serpientes venenosas; también atendíamos numerosas heridas de arma blanca: los machetes eran omnipresentes en la zona rural, se utilizaban para trabajar el campo y ajustar cuentas.
Aprendí mucho allí, y no todo bueno: percibí la esquizofrenia de un país, los Estados Unidos, que con sus ONGs aportaba ayuda a la población rural y con su política la condenaba a la miseria. Me di cuenta de la dificultad de vivir el Evangelio en situaciones de persecución y opresión, y de las distintas posiciones de los grupos religiosos y políticos en un contexto sociopolítico explosivo.
Sacerdotes admirables
Algunos de los sacerdotes con los que conviví me impresionaron y admiraron. En ellos se hacía carne el verso de Pedro Casaldáliga: “El llanto y la risa en la mirada, y la vida a caballo dada”. Faustino Boado, Juan Donahue y tantos otros… Considero un privilegio haberles conocido.
Fueron años apasionantes, llenos de una ilusión y un idealismo que parecían inagotables. Por desgracia, para Centroamérica –y en menor medida para España–, los políticos que entonces decían que iban a mejorar el mundo, lo han empeorado.
Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos y por nuestro mundo