En este choque más menos sordo de placas tectónicas que se está viviendo –y visualizando– en la Iglesia, la cara emergente es la de los abusos, más cruenta de lo esperado. Sin embargo, por debajo, hay otro rumor telúrico que anuncia que lo acontecido desde que Francisco se asomó al balcón de San Pedro no tendrá marcha atrás. Es el choque entre una Iglesia que se resiste a marcharse y otra que quiere nacer.
En menos de tres meses, dos acontecimientos de primer orden servirán para ver el alcance de ese choque, si solo tiene efectos en la superficie o si el temblor afectará a la estructura: el Encuentro Mundial de las Familias, de Dublín, y el Sínodo para los Jóvenes. No hay en la historia de la evolución de las especies una que haya perfeccionado tanto su preservación como la familia. Incluso los más modernos y críticos con la institución se emocionan recordando a la abuela.
La familia no ha necesitado de sínodos para acoger la diversidad. Como Gerald Durrell en ‘Mi familia y otros animales’, ella ha sido santuario que ha acogido lo que la sociedad –y las religiones– etiquetaban, dándole carta de ciudadanía en el hogar. En Dublín, en el primer encuentro con Amoris laetitia como guía, la Iglesia ensanchará su abrazo, como hace años hicieron ya los padres, abuelos y hermanos. Si no lo hace, la familia seguirá amándose de todas formas, aunque sea a la intemperie.
Y los jóvenes, el ineludible futuro por el que ha de pasar la Iglesia que quiera sentir con sus contemporáneos, ya le han dicho que, tras este sínodo, la quieren siendo más luz de Evangelio que fabricadora de sermones, más transparente, acogedora, honesta, comunicativa, alegre, amiga, cercana y misericordiosa. Sin eso, la historia de la evolución ya ha demostrado no tener piedad.