Cualquier biografía es una sucesión de instantes, ninguno se construye sin los anteriores, ni tiene sentido sin los siguientes. Exhalamos porque respiramos, respiramos porque exhalamos. Con cada paso del segundero se construyen las horas. Lo poco siempre vale. Mi vida es lo que es gracias a grandes acontecimientos, y también es lo que es gracias a días que no recuerdo. La humanidad es lo que es gracias a biografías reconocidas, y es lo que es gracias a biografías anónimas. Todo vale, claro que vale.
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Como el pequeño grano de mostaza que se hace árbol, así es el reino de los cielos (Mt 13,31-33). ¿Cuánto cambia un bebé la vida de una familia? No habla, no hace, no participa, pero cambia nuestro devenir. Buscamos grandes pruebas, pero la grandeza de la vida está en lo pequeño. En lo pequeño persiste Dios en dejar lo valioso. “Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel” (Mq 5,1). Dios elige lo nimio para hacerse ver.
Pendientes de lo pequeño
Por eso, quizá conviene estar siempre alerta, pendiente de lo pequeño, del instante que se desvanece en cuanto llega el siguiente, edificando un golpe de segundero sobre el anterior y, como aquellas cinco doncellas, con la lámpara bien cargada de aceite (Mt 25,1-13), porque nunca sabemos cuánto de nosotros será un regalo para los demás. ¿Qué será de esa sonrisa que regalamos, ese comentario que hicimos, ese gesto que se nos escapó o del mucho amor que dejamos de dar? Claro que todo vale.
Escribe Paul Claudel: “Si los hombres tuvieran la capacidad de ver lo que hacen, todos a la vez, en un mismo instante, tendrían el sentimiento de estar como en la iglesia, de no querer dar una nota falsa en el coro.”
Conviene sacudirse el polvo.