A pesar del acierto, para una generación que araña el poder, el Congreso ‘La Iglesia en la sociedad democrática’ llega lamentablemente tarde. El mismo día en que se clausuraba en Madrid, un joven periodista convertido –con medio siglo de retraso– a la fe del hombre nuevo que canta Sabina, pretendía deconstruir a su antojo el papel de la Iglesia en la Transición, acusándola de estar “implicada” en “algunas” muertes violentas que hubo entonces.
¿Se refería a los últimos ejecutados por Franco, aquellos por cuya vida imploró Pablo VI? ¿Por los obreros que abatió la policía en Vitoria, pese a la negativa del párroco a dejarla entrar en el templo invocando el Concordato vigente?
No hay espacio aquí para reseñar las veces en que la Iglesia, entonces, se puso del lado del perseguido, pero sí el suficiente para dejar constancia de que la historia también es esto, lo que cada uno se quiere creer, lo que alimenta su imaginario y le lleva a tropezar dos veces donde otros han marcado con letras de molde “ojo, pedrusco considerable”, para acabar reescribiendo la historia de un fracaso colectivo.
No es un caso aislado el de este Adán. Esta imagen de una Iglesia troglodita es la que tiene una parte nada desdeñable de las nuevas generaciones. De ahí la importancia de que eventos como el organizado por la Fundación Pablo VI no se queden en una mera cita de las que hacen bulto al final del año en la memoria de actividades. También para que, en ellos, podamos conocer-reconocer los errores con que la Iglesia ha abonado este presente.
Es necesario volver a levantar puentes con la sociedad, dejar circular por ellos a los fieles hasta convertirse en vasos comunicantes a los que no se mire como unos simples lunáticos, salir de la incubadora donde se respira endogamia y se propaga el fundamentalismo. Y hacerlo con sinceridad, no como pose.