Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Colorear la existencia


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Siempre he sido un poco torpe a la hora de describir los colores. Se escapa de mi dominio esa infinita gama de calificativos que distinguen, por ejemplo, los tipos de azules, más allá del celeste y del marino. Hace poco, además, he sabido que hubo una época en la que se puso de moda calificar los diversos tonos con nombres, cuanto menos, originales. En ‘Guerra y paz’, Tolstoi habla del color “muslo de ninfa asustada”, y en el ‘Cyrano de Bergerac’ se mencionan colores como el “vientre de sapo”, “español enfermo” o “niña dame un beso”. Imagínense lo que esto supondría para mí, que ya tengo dificultades para distinguir entre el gris perla y el gris marengo, o de qué manera se le puede complicar la vida a un daltónico. Más allá de lo curioso que resulten estas anécdotas, tengo la sensación de que encierran alguna enseñanza para la vida, al menos para mí.



Diferenciar matices

Un aprendizaje interesante que me sugiere esta curiosidad tiene que ver con nuestra capacidad de transformar la realidad a través de nuestra manera de nombrarla. Los colores existían con anterioridad a que a alguien se le ocurriera asemejarlos con el muslo de un ser mitológico que, además, está asustado, o antes de que a alguien se le ocurrió encontrar cierta semejanza con el rostro de un español indispuesto. Tenemos el poder de transformar, afectar y alterar la realidad poniéndole nombre. Se trata, en realidad, de esa intuición profunda que expresa el libro del Génesis cuando se le da al primer ser humano la capacidad de poner nombre a lo creado (Gn 2,19). No siempre somos conscientes de la responsabilidad que esto implica. Si no llamamos a las cosas por su verdadero nombre, aquel que se ajuste más a lo que realmente es, podemos acabar mezclando emociones y colores, hechos y sensaciones, lo objetivo y lo subjetivo, perdiendo la capacidad de distinguir ambos elementos y poner a cada uno en su justo lugar.

peces colores

Además, a diferenciar los matices vamos aprendiendo. Quizá no sea obvio y no nos brote, pero, si prestamos atención, seguro que todos escondemos esa misteriosa capacidad de distinguir entre tonos muy similares y evitar englobar lo diverso bajo una etiqueta genérica. Esto, que sucede con los colores o con los sabores, también nos pasa con las personas y con los acontecimientos. Nos resulta más sencillo y cómodo generalizar, pero la existencia no es blanca o negra, y los tonos de grises se multiplican exponencialmente. Prestar atención a esa compleja variedad quizá nos permita salir de la estrecha clasificación que, por ejemplo, hace el libro de los Proverbios, donde solo hay dos tipos de personas: los sabios y los necios. Re-educar la mirada nos puede acercar a la de Jesús, capaz de saltar por los aires las etiquetas genéricas en las que encorsetamos a los demás, permitiendo que brille su tono más personal, ese que se resiste a la generalidad y nos define… porque, si fueras un color ¿cuál serías?