Muchos análisis parten de un supuesto poco aclarado: los jóvenes no nos entienden, o ni siquiera ceden algo de su atención y compromiso para un buen diálogo. Y, siendo probablemente cierto en muchos casos, hay otra cuestión implícita que conviene subrayar: nos situamos en la posición predominante del que tiene palabra y habla, y exigimos lo que no se puede exigir realmente.
De ahí que muchos se planteen que el gran problema está en el lenguaje que manejamos unos y otros. Que, a la postre, no es propiamente un lenguaje, sino que deriva en núcleos de interés, en visiones distantes de la vida, de la persona, del mundo. Es decir, que más que comunicación nos referimos a una distancia en la interpretación de la realidad y de la persona en ella. ¿Quién propone y crea hoy cultura, genera mundo compartido, reúne compromisos sociales, políticos?
De lo que no cabe duda es de la preocupación que despierta darse cuenta de que los jóvenes son auténtico “terreno de misión”. En esta imagen espacial, que nos remite quizá a un modelo muy fecundo y a un cristianismo valiente y en salida, la generación que llega en Occidente es campo en el que comenzar a sembrar abiertamente. Recordemos que, al hilo de la metáfora, el misionero dejaba lo suyo y se adentraba en parajes casi por entero desconocidos, trabajaba una relación con personas de toda cultura a la vez que portaba en su propia vida un mensaje novedoso. Las realizaciones concretas, sin embargo, pueden ser vistas hoy desde muchas perspectivas e incluso cuestionarlas duramente.
Si los jóvenes hoy son una misión nueva, ¿no habrá que hacer algo parecido? Es decir, el mejor modo de aprender su lenguaje, ¿no será el de la “inmersión lingüística”, sentir la necesidad de estar con ellos, compartir tiempos, tareas y preocupaciones? ¿No parte todo este aprendizaje de una valoración positiva de la persona y no de una “llamada” a educar a no sé quién como si fuéramos sus salvadores?
Me permito algunas anotaciones breves:
- El lenguaje de la vida. En clase pregunto a mis alumnos: “¿Te quiere toda persona que te dice ‘te quiero’?” Doy por supuesto que todos responderíamos lo mismo. Ahora bien, esto significa que las palabras, sobre todo ciertas palabras, llegan después de la vida y del trato cercano para que tengan auténtico significado.
- El cuento de Caperucita. He vuelto a los cuentos infantiles por razones personales. Y mi hijo se asusta mucho cuando aparece el lobo con sus orejas grandes: “¡Para escucharte mejor!”. Ciertas escuchas provocan pavor. Porque nadie desea ser conocido si esto implica invasión, ni cuando esconde oscuras pretensiones. La escucha, o es auténtico interés por el otro, verdadera relación, o es manipulación y desprecio. De esto saben mucho los community manager en las redes sociales.
- No ahorrarse las grandes palabras humanas. Cabe plantear si no estará pasando con ciertas palabras lo mismo que con los grandes relatos, que no somos capaces de abandonarlos para conformarnos con minucias. Es muy interesante el retorno del universo de ‘Juego de Tronos’, por ejemplo. Las grandes palabras, que conectan con lo más humano, siguen provocando una atracción muy intrigante, cierta curiosidad y anhelo. ¿Cuáles pueden ser estas palabras hoy?
- ¿El Evangelio hay que traducirlo? Temo que el Evangelio sea más traducido, explicado, interpretado, comentado, profundizado… que vivido. Volvemos al primer punto. La vida se entiende mucho mejor. Los cristianos evangelizaban y evangelizan por contagio. Se pueden buscar “conversiones” de otro modo, porque incluso se han forzado y violentado personas y pueblos. Pero la misma palabra “evangelizar” es algo muy distinto: transmitir una buena noticia.
- ¿Y si los jóvenes nos entienden? Hablar con jóvenes directamente es mucho más interesante de lo que parece. Porque entienden muchas más cosas de lo que parece. Y las recuerdan. Tienen presente esto o aquello, que les ocurrió. Se vivieron así o asá en tal circunstancia. Pero, sobre todo, lo que muestran es que están a otras cosas muy diferentes y sienten que, en definitiva, se trata de forzar sus caminos para que vayan por otros lugares. Es decir, no encuentran espacio en la Iglesia para ser ellos mismos, como jóvenes del siglo XXI, y la abandonan por este motivo, si tuvieron alguna relación con ella.
- ¿Es solo problema con los jóvenes? Las dificultades de comunicación de las que he tratado, ¿no son aplicables a muchas otras situaciones? ¿Cuál es el contexto en el que la Iglesia comunica con más comodidad? ¿En qué momento comunicarse se tiene por fácil y no requiere esfuerzo, si hay oportunidad de crear un auténtico diálogo? ¿No será que el modelo de comunicación unidireccional es lo que está siendo cuestionado en nuestro tiempo?