Dicen que iba un anciano con su nieto camino al pueblo, por una senda de campos y sembrados. El niño llevaba a su abuelo tomado del brazo, ya que hacía un buen tiempo ya había quedado ciego. De pronto, ambos oyeron que se acercaba una ruidosa carreta. Sus bisagras y estructuras crujían fuertemente. “Corramos hijo, que viene una carreta vacía”, le dijo el anciano al niño. Este se quedó sorprendido, ya que, si bien su abuelo no podía ver, había acertado claramente en la descripción de la carreta. Una vez que la dejaron pasar, el niño le preguntó: “Abuelo, ¿cómo supiste que venía vacía?”. “Muy fácil –contestó él–. Simplemente, por el gran ruido que hacía”.
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Lo mismo pasa con nosotros; cuando nos enfrentamos a una persona que constantemente habla, que le cuesta escuchar, probablemente estamos frente a una persona que viene “vacía”. Pero, ¿qué tendrá que ver el ruido con la consistencia de una persona? Muchísimo.
Una vida ruidosa
Cuando alguien, permanentemente, tiene que estar llenando su vida de ruido, ya sea hablando o repletando hasta el más mínimo espacio con la televisión, con la radio, con el celular, con lo que sea, definitivamente, hay una dificultad para encontrarse consigo mismo, profundizar el conocimiento personal y, por ende, mejorar como ser humano.
Hoy más que nunca el silencio es un bien escaso. Cuánto ha atentado contra él el celular en ese sentido. Por eso ha llegado la hora de conquistarlo si queremos no sentirnos vacíos; muy por el contrario, encontrarle sentido a nuestra existencia –en especial en tiempos de pandemia– y, también, de paso, sentir la presencia de Dios en nuestra vida.
Lo promueven todas las religiones
Por algo, todas las religiones, sin diferencia, han promovido el silencio y la meditación como un ingrediente clave para el contacto divino. Si no detenemos la boca y la cabeza, difícilmente, podremos digerir lo vivido, sacar experiencias y aprender. Y es que, al parecer, el ser humano actual le tiene miedo al silencio. El silencio conlleva un mirarse en el espejo que no todos están dispuestos a asumir. Tal cual, como cuando llega el verano y viene la traumática primera postura del traje de baño –con kilos de más y atractivas apariencias lechosas–, el espejo aparece como un ser temible. De la misma manera, muchas personas no quieren hacer silencio porque implica el revisarse, ver todas las “imperfecciones” y asumirlas.
Su principal enemigo es el miedo. Uno puede mirarse en el espejo de dos formas: amargándose por todo lo que no le agrada o, bien, focalizando en todo lo que sí tenemos y podemos potenciar. Si en el espejo de nuestra alma vemos que estamos flojos espiritualmente, que no hacemos ninguna pausa para nosotros mismos ni para Dios, es hora de agendar el espacio y empezar con una buena dieta espiritual. Si observamos que hay muchas cosas no resueltas, o estamos peleados con alguien, significa que ha llegado la hora de tomar la iniciativa, aprender a perdonar y volver a tomar contacto.
El espejo del alma
El espejo del alma, lejos de mostrar “rollos y defectos”, nos puede asombrar con aspectos lindos y desconocidos de nuestra personalidad. Pero, ¿cómo descubrirlo si siempre estamos tapando el espejo…? ¿Qué más hay en el espejo? Quizás, lo más valioso que dejamos de ver al llenarnos de ruido es el reflejo de Dios en ese espejo interior. Dice la Biblia… “Pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes y rompía los peñascos; en el viento no estaba el Señor. Vino después un terremoto, y en el terremoto no estaba el Señor. Después vino un fuego, y en el fuego no estaba el Señor. Después se escuchó un susurro… ” (1R 19, 11-13).
Cuando estamos en la vorágine de los acontecimientos, corremos el riesgo de hacer muchas cosas, de multiplicarnos en diferentes tareas; pero, sin saber escuchar el susurro, va a ser difícil que en todo lo que hagamos podamos encontrar a Dios. Los que, por desgracia, tenemos el defecto de la impulsividad sabemos Dios no está en los grandes arrebatos, ni en las reacciones airadas, ni mucho menos en el activismo vacío de contenido. Los fracasos, las meteduras de pata, las sucesivas caídas, los años que se van sumando nos descubren que necesitamos del silencio, de la paz interior, de la reflexión para poder escuchar el susurro de Dios que nos va a indicar siempre el camino.
La “nueva normalidad”
La Iglesia, y cada uno de nosotros, corremos el riesgo de perdernos si nos dejamos atrapar por el ruido de los acontecimientos de la pandemia, de las crisis económicas, de las batallas políticas, de las modas y de lo que se da en llamar la “nueva normalidad”. Hoy, más que nunca, tenemos que recuperar el silencio como espacio de encuentro, de oración, de reflexión.
Solo tenemos que contemplar cómo en muchas ocasiones preparamos encuentros de oración para jóvenes en los que leemos, cantamos, hablamos mucho, y que están muy bien, pero hay otro tipo de encuentros en los que, sin nada de eso, tan solo con el silencio ante el Santísimo, se produce ese encuentro especial con el susurro del Señor que llena todo nuestro interior. Cultivar el silencio entre tanto ruido no es ninguna tontería. Es, por el contrario, toda una terapia espiritual que deberíamos de aprender a practicar con más regularidad.
Los beneficios del silencio
El cielo está esperando para habitarnos. Dios no puede manifestarse hasta que la persona haga el trabajo correspondiente. Y este trabajo necesita el silencio como base para desarrollarse. El objetivo de la meditación y/o la oración es lograr un silencio interno y una paz tan profunda que podamos unirnos a nuestro Dios. Y nosotros hablamos, hablamos, hablamos… y esperamos que nos hablen.
Parece que es obligación hablar cuando nos vinculamos con alguien porque no sabemos compartir el silencio. Recuerdo una vez que fuimos a visitar a un ser muy especial cuya práctica espiritual contempla el silencio y la vigilia como pilares fundamentales. Y uno de los compañeros del grupo no paró de hablar. Habló y habló de cosas sin importancia porque no comprendió que estábamos allí para compartir el silencio y, de esta manera, poder comunicarnos desde el alma…
El lenguaje de la perfección
Vivimos una vida tan ruidosa que necesitamos todos los días pausas de silencio, retiros cortos en un rincón de la casa, en un parque o en cualquier sitio de paz. Es donde el ser humano se vuelve a “recargar” como un celular, reubicando sus vivencias y aprendiendo a priorizar. Cuando la persona va acercándose más al alma, a su ser superior, más necesidad tiene de silencio y más le atormentan los ruidos externos. El silencio es el lenguaje de la perfección, mientras que el ruido es la expresión de un defecto o una anomalía; el reflejo de una vida desorganizada y anárquica.
¿Cómo cultivar el silencio? Una disciplina sugerida es escuchar música. Seguir cada nota, cada instrumento con tanta atención que nos permita acallar nuestros pensamientos. También se sugiere el canto. Por supuesto que hablamos de música que nos eleve, de los grandes compositores, no de música rock, salsa o merengue… Otro método es escuchar los sonidos de la naturaleza. Ellos resaltan el estado de silencio en el que ella se encuentra. Las grandes montañas de la Tierra son templos de silencio.
Eterna danza
En el silencio y solo en el silencio podemos sentir que la vida circula en una eterna danza y que nos une en redes mágicas que expresan un diseño maestro nacido de la divina destreza del Dios del Universo. Ojalá que puedas percibirlo en lo profundo de tu ser y descubrir en tu silencio que somos uno.
Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo