Hace tiempo, en uno de los muchos programas-concurso sobre cocina que han poblado últimamente las pantallas de nuestras televisiones, al famoso cocinero que estaba al frente del asunto le salió un oxímoron de libro. Se trataba de que los concursantes cocinaran para diversos grupos de personas: un cuartel, un colegio, etc. En aquella ocasión, debían cocinar para unas personas de una zona privilegiada y de alto nivel adquisitivo de la capital de España. Por eso el célebre cocinero advirtió a los concursantes: “Id con cuidado, que esa gente es de morro fino”.
Según el Diccionario de la RAE, el oxímoron es una “combinación, en una misma estructura sintáctica, de dos palabras o expresiones de significado opuesto que originan un nuevo sentido”. Pues eso, “morro fino”.
En la Escritura podemos encontrar algún ejemplo de oxímoron. Uno de ellos es el que leemos en 1 Re 19,12, cuando el profeta Elías, tras descubrir que Dios no estaba ni en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego, lo percibe en el “susurro de una brisa suave” o, literalmente, en una “fina voz de silencio” o una “voz de tenue silencio”. Este oxímoron pone de relieve que la presencia de Dios no se percibe exclusivamente en unos determinados fenómenos naturales, caracterizados además por su rotundidad, grandeza o estruendosa evidencia. Como decía Teresa de Jesús, Dios anda también entre los pucheros.
Otro ejemplo de oxímoron que podemos ver en la Escritura lo tenemos en el Nuevo Testamento, aunque esta vez el oxímoron se encuentra sobre todo en el título con que conocemos una de las parábolas de Jesús: la del buen samaritano (Lc 10,30-36). En efecto, en el texto evangélico no se emplea como tal la expresión “buen samaritano”, aunque se pueda deducir de la parábola. En todo caso, “buen samaritano” es un verdadero oxímoron, porque, según la mentalidad de la época –y teniendo en cuenta la animadversión entre judíos y samaritanos–, si era bueno, no podía ser samaritano, y si era samaritano, no podía ser bueno. Ni más ni menos.