En plena contingencia Covid-19, las movilizaciones y protestas sociales nos han hecho recordar que las desigualdades, los prejuicios y la discriminación siguen latentes. Empezó con el “no puedo respirar de George Floyd” en Minnesota hace algunas semanas; siguió con Giovanni López en Guadajalara y, seguramente, muchos otros rostros sin nombre que no siempre serán revelados.
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De pronto, ocurre hoy como un déjà vu que nos regresa varias décadas atrás cuando todavía era común la segregación como expresión máxima de una discriminación existente por el color de la piel. En la década de los 70’s y 80’s se empezó a abordar el tema y a reconocer la existencia del sesgo, el cual permeaba la toma de decisiones en distintos ámbitos de la vida pública. En 1988 escribía el cardernal Roger Etchegaray desde la Pontificia Comisión “Iustitia et Pax”:
“La forma más patente de racismo, en sentido propio, que se presenta hoy día, es el racismo institucionalizado, sancionado todavía por la constitución y las leyes de un país y justificado por una ideología de superioridad de las personas de origen europeo sobre las de origen africano, indio o «de color», a veces sustentada por una interpretación aberrante de la Biblia. Es el régimen de apartheid o del «separate development». Este régimen se caracteriza, desde tiempo atrás, por una segregación radical, en varias manifestaciones de la vida pública, entre las poblaciones negra, mestiza, india y blanca”.
¿Qué ha explicado que los sesgos puedan edificar murallas, genenar actos violentos, detonar la exclusión social? En los 80’s estábamos lejos de recibir las aportaciones de neurociencia que ahora nos ayudan a entender que no se puede eliminar el sesgo simplemente prohibiéndolo. A la mayoría de la gente no le gusta que le digan qué creer, y cualquier cosa que sienta como presión para pensar de cierta manera hace que la gente quiera hacer lo contrario. Hay un aspecto profundamente tribal de la naturaleza humana que reacciona negativamente cuando un mensaje de este tipo llega a nuestro cerebro. La gente divide naturalmente el mundo en “nosotros” versus “ellos”. ¿Me suena conocido? lo seguimos escuchando en estos días de todo tipo de personajes que lo expresan sin filtros de manera pública. Pues resulta que cuando conoces a alguien nuevo, tu cerebro instantáneamente los categoriza ya sea como un forastero o como uno de los tuyos. Esa tendencia está tan arraigada que dividir a las personas en grupos lleva a los individuos a discriminar a los miembros de fuera del grupo, incluso cuando la división se basa en algo tan arbitrario como tirar una moneda.
Igualmente arraigada, subrayan David Rock y Heidi Grant Halvorson “es la tendencia a clasificar a las personas como miembros del grupo externo en función de la raza o el origen étnico. Los estudios muestran que cuando los individuos ven imágenes faciales de personas de un origen étnico diferente del propio, a menudo activa la amígdala más que ver a personas de la misma etnia. Recordemos que la amígdala forma parte del sistema límbico y está asociada con el control de las emociones fuertes, incluyendo felicidad, miedo, ansiedad y tristeza. Este aumento de la actividad amígdala se correlaciona con medidas implícitas de sesgo racial. Enfatizar el valor de la diversidad étnica puede tener el desafortunado efecto secundario de amplificar estas tendencias tribales. Los estudios han demostrado que cuando los países aplican políticas multiculturalistas, muchas personas se vuelven más racistas y más hostiles hacia los inmigrantes”. [1] La psicóloga política de la Universidad de Princeton, Karen Stenner, en su libro “La dinámica autoritaria” argumenta que las personas con personalidades autoritarias (es decir quienes valoran el control fuerte y contundente de las situaciones y la sociedad) tienden a volverse más racistas ante el mensaje de inclusión, no menos. El tribalismo es parte de la naturaleza humana, y cualquier esfuerzo para fingir que no lo es o para cambiar esa realidad será percibido por muchos como una amenaza contra el grupo. Cuando eso sucede, la hostilidad entra en acción.
¿Hay buena noticia? Sì, siempre la hay. Los sesgos pueden regularse. El primer paso es ser conscientes de los mismos y regularlo. El segundo es para quienes quieren actuar consecuentemente con su fe, implica ir más profundo. Decía el cardernal Roger Etchegaray: “El prejuicio racista, que niega la igual dignidad de todos los miembros de la familia humana y blasfema de su Creador, sólo puede ser combatido donde nace, es decir, en el corazón del hombre. Del corazón brotan los comportamientos justos o injustos, según que el hombre se abra a la voluntad de Dios, en el orden natural y en su Palabra viva, o se encierre en sí mismo y en su egoísmo, dictado por el miedo o por el instinto de dominio…. Para Cristo el «prójimo» no es solamente el hombre de mi tribu, de mi ambiente, de mi religión o de mi nación, es todo ser humano que encuentro en mi camino”.
[1] Is your company’s diversity training making you more biased?, Autumn 2017, Strategy+business.