Un buen jesuita, profesor de muchos en Comillas, insistía en clase en escuchar cómo se habla de la Iglesia, que básicamente eran dos: en tercera persona (unas veces en singular, que suele ser muy reduccionista, y otras en plural) o en primera persona del plural. E insistía en la diferencia de tono que empleábamos al vivirnos como parte, con su responsabilidad, o desatendernos de lo que ocurre, como lavándonos las manos.
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Una de las grandezas del Sínodo sobre sinodalidad es ponernos en la situación segunda, la que no permite opción singular, la del nosotros. Entonces, más que tomar la palabra, o pelear incluso por ella, se hace necesario en primer término situarse a la escucha. La imagen antiquísima que relaciona María con la Iglesia nos devuelve la pregunta sobre qué atendemos cuando nos vivimos eclesialmente, en comunidad con otros próximos, en comunidad en la que Dios está presente, sea como Cuerpo de Cristo, sea como Pueblo de Dios, sea como Fraternidad, sea como Asamblea y Templo del Espíritu. ¿Qué escuchamos? ¿La escucha es la escucha sensible, abierta, fecunda de María? ¿Estamos ahí en primera persona del plural?
Tomar parte
Otra de las exigencias y acentos del Sínodo está siendo la singular participación de cada uno con su don, más que –diría yo– desde su identidad. Es decir, pedir a cada cristiano que discierna humildemente y con otros lo que Dios le ha dado o cómo Dios se da en el para construcción de la Iglesia, o cómo Dios quiere que sea piedra viva para la edificación del Reino. Una mirada sobre uno mismo y sobre los demás, como parte integrante y ministerial, como parte que no puede pretender vivir sin la dependencia del otro, sin la relación con el otro. Participación que, como tal, en muchos casos es incapaz de ser vivida al margen de la comunidad. ¿Cuál es la participación a que podemos responder vocacionalmente? ¿No será el Señor quien está llamando a unos y otros a “tomar parte con él” como a Pedro en la última cena? ¿No es este “tomar parte” en gran medida una situación eucarística?
Y, por último, desde esta sana vivencia interna, en absoluto sencilla porque como en toda familia hay de todo y las tensiones no son despreciables, abrirse al mundo para reconciliarlo con Dios, para sanar y religar, para convocar y acrecentar la comunidad. Es indiscutible que no hay Iglesia en salida sin iglesia, si la iglesia como comunidad queda destruida por luchas y críticas fratricidas, si la iglesia como comunidad no es encuentro. En gran medida, detrás de las mejores intuiciones del Sínodo, que atiende extraordinariamente bien a los procesos disgregadores de la cultura occidental, ya más allá del individualismo y en una fragmentación absoluta del sujeto, se sitúa el corazón de la evangelización, tal y como se vive auténticamente desde el tiempo de los apóstoles: “Yo estaré con vosotros”. La evangelización comienza en esta constitución de un sujeto plural reconocido por parte del Señor y enviado al mundo a continuar su misión. ¿Quién evangeliza realmente, sino el Espíritu que mueve y une la humanidad hacia la comunidad de vida que es la Iglesia?