Hace unos días, un amigo me enseñó un muñeco de peluche –creo recordar que con forma de reno navideño– al que, si se le apretaba, sonaba. Mi sorpresa fue cuando me dijo que ese muñeco y otros semejantes se hacían pensando en los perros, para que jugaran con ellos. Si uno esto a lo que vi este verano: una pareja que paseaba por la playa con un cochecito en el que no había niño, sino un perro, debo concluir que la sociedad ha cambiado. Y no tengo claro si para bien o para mal. Y no es que sea malo el amor a los perros u otras mascotas. Pero, como decía César Millán, el famoso adiestrador canino, los perros deben saber cuál es su puesto en la manada humana, y ese no es precisamente el de líder.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
En la Escritura, el perro, a pesar de ser un animal doméstico, es considerado impuro. Sobre todo por su comportamiento, que le haría estar muy alejado de las normas de la Torá: se alimenta de despojos impuros (“Sed santos para mí y no comáis carne de animal despedazado en el campo: echádsela a los perros” [Ex 22,30]), lamen sangre (“Teñirás tus pies en la sangre del enemigo y los perros la lamerán con sus lenguas” [Sal 68,24]) o devoran cadáveres disputándoselos con otras fieras (“Los pondré en manos de cuatro destructores –oráculo del Señor–: la espada para degollar, los perros para despedazar, las aves y las bestias para devorar y destrozar” [Jr 15,3]).
No obstante, el perro aparece en algún texto bíblico de forma bastante positiva. Es el caso del libro de Tobías (o Tobit). A pesar de aparecer solo en dos ocasiones, estas resultan bastante significativas. Así, después de haber contado los preparativos para el viaje del joven Tobías junto con su guía Azarías, que en realidad es el ángel Rafael, y de la emotiva despedida de sus padres Tobit y Ana, el capítulo 6 comienza enfáticamente diciendo: “Cuando partieron el joven y el ángel, el perro marchó con ellos” (Tob 6,1). No volveremos a ver al animal hasta el final del movido viaje: “Cuando se acercaban a Caserín, ya cerca de Nínive, dijo Rafael: ‘Ya sabes cómo estaba tu padre cuando lo dejamos. Vamos a adelantarnos nosotros a tu mujer para preparar la casa mientras llegan los demás’. Cuando caminaban los dos juntos, le dijo Rafael: ‘Ten a mano la hiel’. El perro iba tras ellos” (11,1-4). El laconismo de la frase vuelve a poner al animal en el centro, subrayando su fidelidad.
No hay que humanizarlos
Cada vez es más frecuente ver cómo hay dueños de perros que los humanizan. Claro que a los perros hay que quererlos, como seres “sintientes” –“sentiente”, decía Zubiri–que son y la compañía que hacen, pero no conviene olvidar que eso no puede significar humanizarlos. Si queremos que un perro sea “feliz”, hay que dejar que sea un perro y no convertirlo en un “humanoide”.