En estos tiempos de guerra (particularmente, en Europa) y de casi post pandemia, parece importante reflexionar sobre el significado de la palabra PAZ, dicha muchas veces en nuestros discursos, en nuestras oraciones y en nuestros planes estratégicos de negocios y de pastoral.
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Toma una importancia vital el “qué” y el “cómo” podemos hacer concretamente, como líderes católicos, para generarla en los ambientes que podemos influenciar. La paz ha sido un objetivo concreto de la Iglesia desde su fundación. Jesús, deseaba que la paz estuviera con los discípulos: “la paz esté con vosotros” (Jn 20, 26). Y la búsqueda de este objetivo existió al largo de la historia de la salvación. Hace cien años, Dios envía su madre a la Cueva de la Iría, indicando el camino para que el mundo pudiera buscar la paz. ¡Eran tiempos muy parecidos con los de hoy!
En un mundo guiado por la innovación, puede ser que la historia nos pueda enseñar un camino que, manteniendo el mismo espíritu de nuestros antepasados, podamos alcanzar la paz, implementando medios nuevos y efectivos.
PAZ significa más que la ausencia de la guerra: es la ausencia de todo el mal
El Catecismo de la Iglesia Católica indica claramente que, además de ser el equilibrio de fuerzas contrarias (o ausencia de guerra), la paz en el mundo es la “búsqueda del respeto y del desarrollo de la vida humana” (2304-2305). Por tanto, el requisito de la “tranquilidad del orden” (como define San Agustín) es “la justa distribución y la tutela de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto a la dignidad de las personas humanas y de los pueblos, y la constante práctica de la justicia y de la fraternidad” (2307-2308).
La paz, es, por tanto, signo de vida. La justificación de que la guerra puede evitar las injusticias, sobre todo económicas y sociales y las discriminaciones étnicas o religiosas, es equivocada desde su origen esencial. Más bien, la historia y, hoy, los medios de comunicación directos y en vivo muestran que la guerra las agudiza y las torna impredecibles. Como siempre, se sabe cómo entrar en una guerra, pero nunca se sabe cómo salir de ella sin daños a todos los lados, sobre todo, cuando ella puede tener dimensiones continentales o mundiales.
Al final y al cabo, la paz universal o comunitaria significa la ausencia de todo el mal. No es por otra razón que Jesús termina Su oración primordial con la súplica al Padre: “y líbranos del mal”. La obra de Satanás es exactamente generar el caos adonde hay el equilibrio y la discordia adonde hay fraternidad, sea en la familia, en la comunidad o en el mundo.
La condición ‘sine qua non’ de este equilibrio es la paz interior de cada uno de nosotros, que, con el fruto del Espíritu Santo, construimos muros para alejar la tentación, la influencia y la acción del mal. La paz interior es la fuente de toda la paz universal. Más que la ausencia del mal, la paz trae la alegría y la más sublime perfección con que nuestros “corazones y pensamientos son guardados en Cristo Jesús” (Fil 4,7). Es la alegría del Señor que está dentro de nosotros que se proyecta afuera, para construir la paz universal.
El desafío de la paz en tiempos actuales y del futuro incierto
La pandemia agudizó los desafíos económicos, sociales, políticos y ambientales que ya existían anteriormente. De hecho, las economías mundiales, y, en particular de América Latina, venían debilitándose en 2020, con indicaciones claras de reducción del crecimiento y aumento de desempleo. El efecto del aumento del precio de commodities que llevó cincuenta millones de latinoamericanos a salir de la pobreza al inicio del siglo, se perdió en casi su totalidad, con las crises: la financiera de 2008-2009 y la sanitaria de 2020-2021.
Las economías salen de la “década perdida” y extendida por el COVID-19 mucho más débiles, con recuperación lenta, alto desempleo, inflación (en particular, de energía y alimentos) y con presión a la baja de la oferta de productos (por rompimiento de las cadenas productivas globales). En estos casos, el tratamiento es peor que la enfermedad: el aumento de las tasas de intereses reduce el consumo y la inversión, aumentando el desempleo, con heridas mucho más profundas en los pobres y en las pequeñas empresas. América Latina conoce este flagelo a partir su historia reciente del final del siglo 20.
Mas allá de los daños a la salud física y de las consecuencias socioeconómicas, la pandemia parece querer mantenerse a través de la deterioración de la salud mental. Es exactamente en el momento que más necesitamos de esperanza, de emprendedurismo y de fuerza cognitiva que nos encontramos en medio de la depresión psicológica. La consecuencia, en particular para los jóvenes, es un ambiente de incertidumbre y falta de esperanza.
Como líderes católicos, es nuestra misión recuperar la PAZ, empezando por la ESPERANZA
Puede parecer que la tranquilidad de la paz se alcance por la pasividad. Sin embargo, esta es una interpretación errónea de la paz: ella solo puede ser lograda con la lucha resiliente de cada día de todos y todas, en particular de los líderes: una lucha, primeramente, por la paz interior y, por consecuencia, por la paz universal. Si el Señor tuvo que indicar que son “bienaventurados los que construyen la paz” (Mt 5, 9), está claro que esta construcción no puede ser lograda sin que salgamos de nuestra inercia y abracemos la lucha por la paz.
Nuevamente, el Catecismo de la Iglesia Católica es contundente en la declaración de nuestra misión (2442): “los fieles cristianos laicos intervienen directamente en la vida política y social, animando con espíritu cristiano las realidades temporales, y colaborando con todos como auténticos testigos del Evangelio y constructores de la paz y de la justicia”.
Definida la importancia del “qué”, hay que buscar el “cómo” de la formación de la cultura de la paz. Y la historia de la salvación indícanos al menos tres abordajes prácticos y posibles.
En Fátima, hace cien años, Dios nos envió su madre para mostrar el principal camino. En el “primer ciclo de las apariciones” (1916), el ángel empieza por el saludo a Lucia, Francisco y Jacinta que aparece centenas de veces en la Biblia: “no tengáis miedo” – y anticipa en tres “visiones” el mensaje de María de la necesidad de la oración, del sacrificio y de la Eucaristía, por la conversión de las almas. En el “segundo ciclo de las apariciones” (1917), María igualmente empieza la primera vez el 13 de mayo por el saludo “no tengáis miedo” e insiste, por seis veces, en la necesidad de rezar el rosario diario, pasar por sacrificios y sufrimientos y amar a la Eucaristía: todo esto por la conversión de los pecadores y por la paz. En el “tercer ciclo de las apariciones” (1925-26), la Madre de Dios, nuevamente, en tono de súplica, pide a Lucia que propague la importancia de la devoción al Rosario, de la confesión y de la consagración de la Rusia a Su Inmaculado Corazón. Esta es una práctica interna, de la relación de cada uno con Dios y con María, para místicamente alcanzar la paz.
Entiendo que las condiciones de instabilidad geopolítica, de insalubridad, de injusticia social y de incertidumbre de 1916-1926 eran muy semejantes a los tiempos actuales. La historia nos permite que las “apariciones” se repitan hoy en nuestros corazones y en nuestras comunidades.
El segundo abordaje práctico es el ejercicio de la virtud del Espíritu Santo, a través de la predisposición de proyectar en las personas una respuesta de esperanza y de mansedumbre proactiva (la paz interior), en lugar de transmitir una sombra de odio, venganza y rencor. Es, por tanto, una práctica de dentro para fuera, que requiere nuestra fuerza interna del Espíritu Santo, para llevar a cada prójimo (solo o en comunidad), un mensaje de paz.
Finalmente, la Doctrina Social de la Iglesia insiste una y otra vez, en la implementación de políticas públicas y estrategias corporativas efectivas que lleven al trabajo y a la educación digna. Primeramente, es crítico que los líderes luchen por la generación de empleos y emprendimientos que garanticen la dignidad integral de la persona y de toda la persona. En segundo lugar, urge la oferta pública y privada de una educación que traiga la justicia social sostenible y que valore las virtudes del amor y de la esperanza por un mundo mejor.
Son soluciones antiguas que ameritan de cada uno de nosotros un “cómo” de innovación y celo apostólico.
Por Eduardo Marques Almeida. Ex Representante de países del Banco Interamericano de Desarrollo y ejecutivo de empresas. Miembro del Comité Académico de la Academia Latinoamericana de Líderes Católicos