Hace tiempo comenté aquí la aparición del magnífico libro de Juan Chapa, ‘La transmisión textual del Nuevo Testamento. Manuscritos, variantes y autoridad’ (Sígueme, 2021), un libro que se interesaba por la “carne” de la Escritura. En él se verifica que los más importantes papiros del Nuevo Testamento pertenecen en una mayoría aplastante a códices, no a rollos, que era la forma habitual para la escritura tanto en el mundo grecorromano como en el judío. Así, se puede decir que el cristianismo de los orígenes empleó para sus textos el códice, que es el antepasado de nuestros libros (una serie de hojas de papiro dobladas por la mitad y cosidas o pegadas por el lomo y con una cubierta de cuero). El códice permitía escribir por las dos caras –o páginas– de la hoja, con lo cual se aprovechaba mucho más el material. (También han llegado hasta nosotros algunos testigos de lo que los especialistas llaman “opistógrafos”, que son rollos en los que se ha aprovechado también la parte exterior para escribir otra obra).
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En estos códices, los expertos –los papirólogos– estudian diversos aspectos: desde la letra, cosa que sirve, por ejemplo, para aventurar la fecha de escritura del texto (porque cada época suele presentar formas distintas de escribir), hasta los márgenes, el espacio entre líneas, etc.
Con correcciones
En cuanto a la letra, estos códices cristianos se sitúan a mitad de camino entre una letra elegante, propia de obras literarias, y otra más “comercial” o “notarial”, propia de documentos administrativos, con una caligrafía mucho menos cuidada.
Asimismo, otra característica de estos textos es que en muchas ocasiones presentan correcciones y signos que servían para ayudar a la lectura (conviene recordar que, en la antigüedad, los textos se escribían todo seguido, sin espacio entre palabras, lo cual dificultaba notablemente la lectura, que, por cierto, se solía hacer en voz alta).
Todo esto, junto con el espaciado entre líneas –normalmente algo más generoso que en las obras literarias–, nos indica que muy probablemente se trata de códices que estaban destinados sobre todo a la lectura pública –seguramente, litúrgica–, ya que la lectura “privada”, en casa, era algo bastante excepcional.
No se puede negar que interesarse por la “carne” de la Escritura proporciona de ella una perspectiva tan interesante como necesaria.