Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Como un pajarillo


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Conocí a Alberto (así voy a llamarle) cuando la ELA ya no le permitió seguir viviendo en su casa, a su aire, a su estilo. A su habitación del centro sanitario se llevó su guitarra, como siempre, repleta de pegatinas de colores y algún que otro desconchón del tiempo. A él nunca le interesó tener el mejor instrumento ni los negocios más jugoso. A él siempre le interesó vivir. Vivir. Vivir todo lo posible y lo mejor posible.



Le acompañaba Willy, su amigo, un pajarillo pequeño y precioso, verde y anaranjado. Es un agapornis, llamados en inglés “lovebirds” y en castellano “inseparables”. De hecho, de ahí viene su nombre, del griego “ágape” (amor) y “ornis” (ave).

Pajarillo

Este pajarillo es fiel y cariñoso también con su dueño. Sabe crear un vínculo especial, eso que no todos los humanos sabemos. Juguetón, mimoso, alegre. Sin embargo, dicen que no les gusta que gente extraña se inmiscuya en su territorio, y si no es de su agrado puede llegar a ser incluso agresivo. Bueno, todo lo agresivo que puede ser un agapornis. Y como a cualquier ser vivo y bien vivo, le encanta el agua y la luz.

Willy encarna a la perfección estos rasgos. Rara vez está dentro de su jaula. Revolotea por la habitación o se queda tranquilo sobre la televisión, el punto más alto, como si estuviera vigilando cuidadosamente a Alberto, tendido en la cama o en el sillón y alerta por si quien se acerca no es de fiar. De hecho, si no sabes que está ahí, ni siquiera es fácil que lo veas. Pasa desapercibido.

Alberto ya no puede tocar la guitarra. La inmovilidad en sus dedos no se lo permite. Lo que sigue intacto en él es el agradecimiento, las ganas de vivir, la capacidad de alegrarse por todo lo disfrutado, siendo bien consciente del momento que vive y el pronóstico que le espera. Por eso me gusta tanto entrar a verlos. A los dos.

El Buen Espíritu

Alberto no ha tenido una vida fácil. Tuvo que vivir en la calle durante muchos años y tomar decisiones poco aplaudidas: no cruzar algunas líneas rojas, no traicionar sus valores, no hacer daño a otros en su propio beneficio. Y aún así sigue teniendo un brillo limpio en los ojos, una conversación lúcida y un profundo amor a la vida.

Pero hay un momento mágico que Alberto y Willy me regalaron. A Willy le encanta Alberto, como no podía ser de otro modo. Así que le encanta su música y su guitarra. En una de las visitas me acerqué y me puse a tocar, casi sin pensarlo. Suavemente. Solo hizo falta un primer y tímido rasgueo para que Willy volara directo a mí, como una flecha. Mejor dicho: directo a la música que salía de la guitarra y se metió en la caja, en el pequeño agujero que permite la resonancia. Y allí se quedó mientras seguí tocando. Alberto se dio cuenta de mi cara de asombro y me dijo: “Le encanta. Si le gusta cómo te has acercado, en cuanto suena la guitarra vuela al interior y se queda dentro”.

Alberto no es creyente. Willy no lo sé. Pero a mí me recuerdan al Buen Espíritu: fiel, aparentemente frágil, invisible, amoroso, en el mejor sentido de la palabra. Es Aquel que permanece prudentemente a un lado, pero no nos pierde ojo porque nos cuida. Y le encanta la música. No cualquiera. Le gusta nuestra música, la que nace de dentro, de verdad. Por eso es de venirse al más profundo centro, donde resonamos suavemente, y acompañarnos hasta el último suspiro, hasta el último acorde. Mientras llega, ojalá seamos capaces de sonreír y esperar con el brillo de los ojos que tiene Alberto. Así voy a llamarle. Gracias.

PD: antes de enviar este artículo quise que “Alberto” lo leyera y pudiera consentir o no su publicación. Es su vida. Alberto fue leyendo despacito y Willy, de repente, voló y se quedó en mi hombro, picándome suavemente el cuello. “Tienes buena vibra”, me ha dicho Alberto. Y mirando a Willy ha rematado: “Si no, no habría ido a tu hombro. Gracias”. Y me ha parecido que es lo más cerca que puedo estar de sentir que el Espíritu reposa sobre uno. Todo un regalo.