Acabé el año deseando conversaciones pendientes: hablemos, hablemos… Y comienzo el nuevo deseándonos entendimiento. Sí, la in-comunicación en nuestras relaciones no es más terrible que la cantidad de malentendidos que a menudo acarreamos. Ese caudal de malas interpretaciones, de mensajes ocultos entremezclados con lo que aparentemente decimos, de sentidos añadidos a lo que el otro dice o creemos que ha dicho.
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Un autobús urbano para en una curva para abroncar a un motorista. No sé qué ha pasado previamente. Sólo sé que se forma una cola considerable, que ambos conductores cada vez se gritan más y que, finalmente, no hay ninguna solución a lo que fuera que hubiese pasado. Posiblemente, un mal adelantamiento, invadir el carril ajeno, no señalizar… ¡a saber! Pero ¡ya no tenía remedio! Los pasajeros del bus ganaron unos cuantos minutos de retraso; el motorista un incremento de actividad cardiovascular; y los que nos vimos implicados, un poco de cada. Todo bastante inútil.
En una comida familiar empezamos hablando de cualquier cuestión nimia y pasajera, hasta que alguien hace un comentario sabiendo que otra persona de la mesa se va a sentir aludida, pero ésta no responde al comentario, sino que añade otro tema que moleste al anterior interlocutor sin dirigirse a él, y así…, en una perfecta escalada que terminará en malestar o en un silencio atronador: “mejor no hablar de nada con tu primo”… “Tu cuñada es insoportable”… “Contigo no se puede”…
Dos amigos no llegaron a hablar de “eso” que pasó hace meses, queriendo no darle importancia, quizá simulando una falsa fortaleza (“no me afecta… mejor dejar las cosas como están”) o dejándose llevar por una especie de vana soberbia (“yo no pienso disculparme… ella verá lo que hace”). El resultado es que se va levantando un sutil muro, o una especie de foso que se traga la libertad y la espontaneidad, ese tesoro de cualquier conversación o relación que merezca la pena. No es que ya no tengan nada que compartirse, es que otras cosas no habladas contaminan la actual relación. “Ya no nos entendemos”, dirá uno. “Eso debe ser”, dirá el otro.
En el trabajo se presenta un proyecto a los responsables del área, algo que lleva trabajándose meses en el equipo y que se alentó desde el inicio. Entre medias dos de ellos han tenido algún tropiezo personal ajeno al trabajo y uno de los jefes está convencido que un tercero quiere subir peldaños en la organización y ganar espacio. El proyecto era muy bueno y, sin embargo, el diálogo se centró en lanzar ciertas sospechas sobre los objetivos legítimos de quien lo ha presentado; los dos compañeros que no habían resuelto su “tropiezo personal” optaron por culpar al otro en lugar de apoyarse mutuamente. El resultado final fue una desmotivación creciente, una desgana considerable en el trabajo y una falta clara de valoración al proyecto trazado. Y todo por trastabillar los sentimientos propios como si fueran razonamientos objetivos no dichos.
Un síntoma
Cada vez me convenzo más de cuánto necesitamos comunicarnos, participarnos la vida unos a otros, interesarnos por cómo le va al que tenemos al lado. Y cada vez me convenzo más de cuánto nos cuesta comunicarnos bien, ¡entendernos! No es un dato: es un síntoma. Es un indicador de que algo nos pasa. Cuando percibimos al otro como aliado y no como enemigo, no picamos el anzuelo del malentendido: lo aclaramos, lo disculpamos, lo atendemos. Nada complica más la comunicación que dar por hecho la mala voluntad del otro o pensar que el otro no juega a mi favor o que yo soy incapaz de formar parte de “lo suyo”.
Los seres humanos somos pura relación. Y al interpretar al otro, expresamos lo que cada uno somos, mucho más que lo que el otro es o dice. Cuantas veces queremos entendernos con alguien y cuanto más lo intentamos, más distancia creamos, más malentendidos, más silencio.
No sería mal plan un año de bien-entendidos, aunque a veces haya que atravesar por conversaciones incómodas y previos mirar hacia dentro para saber qué me pasa y por qué: entenderme bien a mí para bien entender al otro. A mí, no al de enfrente. Y si tenemos suerte, ojalá podamos contrastarlo con alguien que nos quiera y nos escuche tanto, que sea capaz de decirnos lo que necesitemos oír. Con palabras o sin ellas.