Hay signos de resurrección, pero hay que poner atención para distinguirlos entre tanto ruido. Por ejemplo, las comunidades intencionales. Cada vez más jóvenes se sienten más atraídos por estos modos de vida más puros, sencillos y ecosociales. Estos grupos, que en Estados Unidos crecieron a finales del siglo XX un 300%, han duplicado su número en el XXI –en 2016 había catalogadas más de 1.200– y participan en ellos más de cien mil personas.
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Una comunidad intencional es un grupo de personas o familias que viven transformadoramente juntos y crean cooperativamente servicios, por ejemplo, aportando horas semanales de trabajo comunitario. Pueden tener intenciones religiosas, sapienciales, ecológicas, sociales… o todas a la vez.
Algunas suelen ubicar sus casas en entornos naturales, pero cada vez hay más residencias de co-housing en plena ciudad. Sus tamaños oscilan entre un par de docenas de miembros y el centenar, y se gobiernan de modo democrático.
Inspiración cristiana
Este estilo de vida, de larga historia, tiene al cristianismo como inspiración. En el Medievo, hubo parejas, familias y solteros, clero y laicos, que formaron innovadoras comunidades monásticas tan emblemáticas como las del Bierzo. Ahí están también las beguinas. Es más, el movimiento moderno de comunidades intencionales tiene su origen en 1937, iniciado por cristianos cuáqueros. Hoy hay hasta cursos en internet para aprender a formarlas.
Frente a sociedades más solitarias, culturas que provocan sinsentido y economías medioambientalmente destructivas, los jóvenes buscan vinculación, sentido y comunión con la Casa Común. Estos grupos son proféticos y nos señalan dos bienes escasos sin los cuales no podemos ser plenamente humanos: espiritualidad y comunidad.