Con flores a María


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Time

Los lectores de la revista Time que a fines de 1999 recibieron su ejemplar con una imagen de la Vírgen María en la portada, quedaron desconcertados. Por esa influyente carátula había pasado toda clase de personajes y de fenómenos: políticos, empresarios, deportistas, intelectuales, científicos, jefes de estado, actores, catástrofes, celebraciones, pero nunca la Vírgen María.

Este personaje había hecho méritos para figurar allí, por las multitudinarias peregrinaciones a sus santuarios: cinco millones y medio a Lourdes cada año, cinco millones de Czestochowa, en Polonia; 500 mil a Emmitsburg, Maryland; un millón a Medjourge, Yugoslavia.
Otro mérito que le atribuía la revista: la caída del comunismo: “el mundo tendrá que reconocer que la caída del comunismo se ha debido a la intercesión de la madre de Jesús”, dijo sin dudarlo, un sacerdote citado por la revista. También citaban al Papa Juan Pablo II, quien relacionaba el colapso del comunismo con las profecías y promesas de la vírgen de Fátima a tres niños pastores en 1917. Según la revista, el Papa había recibido el pedido de la vírgen a través de los pastores videntes, para la consagración de Rusia a su inmaculado corazón.  Los emisarios de la vírgen previeron inicialmente esa consagración para 1942, la postergaron luego para 1952, luego a 1982 y a 1984.
Estas expresiones y muchas de las manifestaciones de los peregrinos que admiraban a  Time, hacen fruncir el ceño a los más autorizados e influyentes teólogos.
“Claro está que todo esto constituye un peligro. Desde el momento en que el alma de la religión desaparece, solo queda un ritualismo sin alma y la religión queda reducida a simple folklore”, escribe el dominico holandés Edward Schillebeeckx, uno de los consultores del Concilio Vaticano II.
Sin embargo, equilibrado en su examen del fenómeno, el teólogo admite que estas manifestaciones de la vida religiosa popular son un apoyo que “ningún intelectualismo logrará jamás desarraigar. El hombre necesita tocar con su mano la roca de la cueva en que se apareció la madre de Dios”.
“En cuanto carisma, toda aparición, concluía el teólogo, está destinada a convertirse en bendición para la vida de la Iglesia”.
La palabra “bendición” tiene sus límites, sin embargo. Llevados por el entusiasmo mariano no fueron pocos los devotos que creyeron llegar a Cristo desde la perspectiva mariana: “una vida mariana en la que la experiencia de Cristo permanezca como algo más o menos implícito será siempre una forma no madura de cristianismo”, advierte el teólogo.
El mismo fervor mariano ha mal aconsejado sermones y oraciones según los cuales María interviene para ablandar la justicia de Dios. Así lo proclaman visionarios de la vírgen de la Salette en Francia. Todo un exceso, ver a María como contrapeso de la justicia divina, replican desde la teología los maestros.
Para estas autoridades y para la jerarquía eclesiástica, las apariciones son revelaciones privadas que no agregan nada a cuanto Dios ha comunicado a través de la revelación. Las apariciones, enseña Schillebeeckx “quedan por fuera de la realidad salvífica que se nos ha revelado”.
Las versiones de lo escuchado a la vírgen son tan confusas y limitadas como la “teología del infierno” de los pastores de Fátima. Fue el propio Juan Pablo II, tan entusiasta de la vírgen de Fátima, quien corrigió la apocalíptica descripción de estos videntes.
La Iglesia, al referirse a apariciones y revelaciones, ha sido cautelosa. Da permiso para el culto mariano en los sitios de las apariciones, pero no las presenta como algo que debe ser creído; ni siquiera la autorización para erigir una  basílica implica que la aparición  sea mirada como un hecho históricamente comprobado. Lo que se exige a los creyentes es la veneración a la madre de Dios, no el culto a la vírgen de Lourdes o de Fátima o de Chiquinquirá; tanto más si se llega a los extremos delirantes de la guerra de las vírgenes durante los años de la independencia mejicana cuando se enfrentaron la vírgen de las Mercedes, de los realistas, contra la de Guadalupe, de los patriotas. Como en ese caso, la vírgen de los evangelios ha desaparecido.
Adquiere entonces todo su sentido la dura réplica de Jesús a la mujer que bendecía a quien lo había parido. Pero la ferviente mariana le oyó decir al Señor: “dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la cumplen”. VNC