Larga y pesada se está haciendo la cuarentena del COVID-19. Muchos son los infectados y caminamos en España hacia la cifra de los veinte mil muertos. Afloran tensiones en las casas, desaliento en las personas y el pánico hace sus estragos en la ciudadanía. Se valoran los esfuerzos de médicos, sanitarios, personal de residencias de mayores, policías, militares y demás componentes que se encuentran en primera línea de batalla contra el enemigo invisible de esta pandemia del coronavirus.
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Es valiosa esa lucha mencionada de tantos colectivos y los esfuerzos para encontrar pronto una vacuna que cure y frene la propagación de este mal. Sin embargo, es necesario no olvidar en este tiempo de crisis global, que el ser humano es un espíritu encarnado en el mundo, que necesita del antivirus de la esperanza parar frenar el desaliento espiritual, el pesimismo existencial y la arrogancia egoísta.
Por eso mismo, es vital suscitar razones para la confianza, que nos hagan sentir que la enfermedad y la muerte no pueden tener la última palabra de la historia. Porque si eso fuera así, tendríamos que aceptar el mito griego: la caja de Pandora se ha abierto y ha vertido sobre el mundo todos los males y enfermedades desconocidos para el hombre, y que solo los dioses nos han dejado la engañifa de la esperanza para que nos consolemos, porque al fin y al cabo nadie puede cambiar el destino, como diría el filósofo M. Heidegger, somos “un ser-para-la-muerte”.
Anhelo de eternidad
Sin embargo, nos resistimos a ese funesto planteamiento, porque hay en nosotros un anhelo de eternidad, felicidad y perfección que configuran las esperanzas humanas que tiene todo hombre que viene a este mundo. Ahora bien, la tradición judeocristiana lleva a la criatura a levantar sus ojos por encima de las esperanzas materiales, que son caducas como ella. De modo que, desde nuestra libertad, voluntad y acción pongamos la confianza del corazón en Alguien que nos sobrepasa y nos acompaña (homo viator) hacia la plenitud eterna.
Ese Ser supremo es el origen de la esperanza que nunca defrauda, por eso el creyente dirá una y otra vez: “Dios mío, confío en ti (…), tú eres mi esperanza desde mi juventud (…), tú eres mi refugio y fortaleza donde me pongo a salvo” (Sal 25; 28; 71; 119). Esta esperanza, basada en la fe en Dios, no invalida las esperanzas humanas, por efímera que sean, sino que, bien conducida, nos puede llevar al amor a Dios y a los hermanos.
Pero dice san Agustín que “un gran médico bajó del cielo porque había un gran enfermo que curar: todo el mundo” (Sermón 175). El objeto de la esperanza cristiana no es otro que Cristo, Dios Humanado, Médico de nuestras almas y cuerpo, Aquel que pasó por todas las necesidades del hombre y venció a la misma muerte con su Resurrección. Por eso hemos cantado en la noche Pascual: “¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!”.
Esta confianza en el gran Viviente produce: gozo frente a tristeza, seguridad ante desalientos, ilusión cuando llega la desesperación, vida eterna ante aquello que nos condena al vacío. En esta situación de pandemia, nos exhorta el papa Francisco a contagiar esperanza: “Que se trasmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta Buena Noticia (…). No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, es eso la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no pasa por encima del sufrimiento y de la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios” (Vaticano 12-4.-2020). ¡Que nadie nos oculte o robe esta esperanza, que ningún poder de este mundo nos impida proclamar esta Esperanza que sana y salva al mundo!