El sentimiento católico frente a las pinturas de la artista antioqueña Débora Arango se resumió en este párrafo publicado en un periódico clerical de la época: “los desnudos de doña Débora no son artísticos, ni mucho menos. Están hechos ex profeso para representar las más viles de las pasiones lujuriosas”.
¿Se habría escrito algo así ante los desnudos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina o ante los desnudos de Fernando Botero?
Tres épocas distintas, tres reacciones diferentes, que hacen pensar en el imposible de una verdad absoluta y definitiva sobre el arte; por el contrario, uno se ve obligado a pensar que en estas materias las verdades son provisionales. Lo obsceno, lo inmoral, lo impúdico son calificativos que no pueden aspirar a ser absolutos.
De la misma época fueron las condenaciones episcopales contra periódicos liberales. El obispo Miguel Ángel Builes prohibió su lectura en su diócesis de Santa Rosa, aunque según alguno de sus biógrafos él mismo los leía cuando estaba fuera de los límites diocesanos, por donde uno puede concluir que en esas descalificaciones eclesiásticas jugaban más los prejuicios personales, la formación o deformación académica y las limitaciones personales que unos sólidos principios doctrinales.
Este es solo uno entre numerosos casos que demuestran cómo se le ha dado el carácter de doctrina de la Iglesia a posiciones personales que revelan los prejuicios, la información deficiente, el conocimiento incompleto y la muy subjetiva visión del mundo y de las personas.
Lo pusieron en evidencia pronunciamientos como el de Juan Pablo II sobre la inexistencia de unos lugares llamados purgatorio o infierno. Catecismos, ejercicios espirituales, sermones, el mismo Dante, durante siglos habían difundido esa idea tremebunda (“lo que hace temblar”), porque la idea era esa: hacer temblar, infundir miedo como argumento persuasivo.
La Iglesia ha descubierto, con la misericordia, su aspecto más femenino
Por el mismo camino autoritario alguien decidió que había muertos que podían sepultarse en los cementerios católicos y otros que debían ir a otro lugar, o que había libros aprobados y otros condenados por una “autoridad eclesiástica”; y que era un poder en la Iglesia el excomulgar o el declarar a alguien en comunión con la Iglesia, mirada como un castillo medieval que acogía dentro de sus muros a los suyos y levantaba los puentes y cerraba las puertas para los demás.
En ese momento los funcionarios eclesiásticos se apoyaron en cánones y teorías que poco o nada servían para extender el reino de Dios, pero que sí fortalecían el poder eclesiástico.
Si hoy esas prácticas y actitudes se pueden mirar como errores por los que pidió perdón el papa Juan Pablo II; o como usos obsoletos que nadie pretende mantener, es porque influyen hechos y circunstancias doctrinales distintas de las que propiciaron su aparición.
a) El progresivo desmonte del poder temporal de la Iglesia. Es un hecho que el poder que durante siglos mantuvo la Iglesia comenzó a declinar como efecto del Concilio Vaticano II.
b) El tono de los pastores y de la pastoral es otro. Del sermón autoritario y apocalíptico, lleno de condenas y de amenazas, se ha pasado a la homilía que propone y que acompaña.
c) El desarrollo de la teología y del estudio científico de las Escrituras que reemplaza la versión elemental e improvisada del cura de misa y olla.
d) El impacto del papa Francisco, que ha vuelto desuetos discursos y prácticas inspirados en una visión autoritaria e impositiva. Una nueva cultura, la de la pastoral de la misericordia, reemplaza la que durante siglos apartó la actuación de la Iglesia de la ternura del Evangelio.
e) En suma, el Papa lo ha dicho, la Iglesia renueva y practica su pastoral a la luz de la maternidad de Dios.
La Iglesia ha descubierto su aspecto más femenino, después de una larga sumisión a lo masculino. Y esto supone dejar, como ropas viejas y caducas, prácticas y actitudes que no tienen que ver con la ternura de Dios.