Para un médico asistencial, el Covid-19 fue una pesadilla que se prolongó durante mucho tiempo. Aunque fuimos útiles, pagamos un precio altísimo, que nos acompañará toda nuestra vida. Conocimos realidades y sentimientos que, como profesionales, nunca habíamos experimentado: miedo, incertidumbre, soledad, la impresión de que “no había nadie al mando” y la necesidad de gestionar recursos vitales limitados, lo que nos obligaba a tomar decisiones dolorosas.
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No había suficientes respiradores, no había suficientes camas en las unidades de críticos, los conocimientos sobre la enfermedad eran incompletos (aunque por fortuna se generaron con rapidez), y los responsables sanitarios a todos los niveles carecían de criterio y de autoridad clínica.
Experiencias propias
Estas realidades dicotómicas que mencionaba en la primera entrada (pandemias, catástrofes naturales, guerras) generan vivencias individuales en cada persona. Por ello las mías, que comparto con ustedes en estas entradas, son difícilmente extrapolables; cada individuo y cada profesional sanitario tuvo las suyas.
En mi caso, como médico con décadas de ejercicio, decidí afrontar el Covid-19 tal como había hecho ante otras enfermedades que al principio nos eran desconocidas, utilizando de la mejor forma posible el conocimiento científico, según se fue generando. Seleccioné varias revistas de mi especialidad, dos británicas y dos norteamericanas, las más prestigiosas, las que más confianza me inspiraban, y me ceñí a lo que publicaban. Jamás leí guía alguna de los hospitales donde trabajé ni de las autoridades sanitarias españolas, mediatizadas por la política. Ajusté mi praxis a los datos científicos y acepté ejercer con amplios márgenes de incertidumbre. Generar evidencia científica lleva su tiempo, y había que aceptar que así iba a ocurrir en esta enfermedad.
La asistencia a los pacientes con Covid-19 tuvo al menos tres facetas: la clínica, la logística y la psicoafectiva (pacientes, familiares, nosotros mismos), todas ellas en un contexto difícil. La faceta clínica era común a cualquier enfermedad, si bien tenía peculiaridades; por ejemplo, la dificultad de comunicarse a través del equipo de protección individual, con mascarilla de seguridad y pantalla. Nos quedaban la voz y los ojos, que funcionaban en personas conscientes, pero no servían demasiado en ancianos con demencia, sordos o con déficits visuales. Resultaba muy penoso para todos.
Recuerdo muchos rostros
He olvidado los nombres, pero recuerdo muchos rostros de las decenas de enfermos que atendí, todos ellos solos y asustados. Quienes podían hablar por teléfono, tenían un cordón umbilical con el exterior, pero los muy ancianos se hallaban en soledad absoluta, sin recibir visitas, con el único contacto del personal sanitario que, protegido tras varias capas, entraba cada turno a tomar constantes y administrar tratamientos. Su vulnerabilidad era extrema. En no pocos casos, encontraba a un paciente que había fallecido en completa soledad.
Desde las primeras publicaciones, allá por febrero de 2020, supimos que el Covid-19 era una enfermedad sistémica y afectaba a casi todos los órganos, con especial predilección por los pulmones, donde producía una inflamación aguda que podía conducir al fracaso respiratorio. En un porcentaje significativo de pacientes (15-25%), era necesaria la hospitalización, y de estos, un 5% necesitarían asistencia en UCI.
Teniendo en cuenta el número de personas que se infectaban, y aunque la mayoría de casos eran leves e incluso asintomáticos, las perspectivas eran sobrecogedoras, máxime cuando conocimos lo que ocurría en Italia y en otros países, con los hospitales desbordados de pacientes graves y críticos.
Aquí no se hacía nada
En España, mientras esto ocurría y los datos se publicaban en formato libre, de modo que cualquier persona podía tener acceso, nada se hacía para preparar un escenario de espanto. No se implementó control alguno en las fronteras, ni se limitaron los actos que reunían multitudes; antes bien, se autorizaron y promovieron desde unas autoridades cuyo deber primero era proteger a los ciudadanos de una enfermedad que ya sabíamos que se transmitía con eficacia en interiores y en aglomeraciones.
Estos hechos, junto con una población envejecida, condicionó que los muertos por acción directa del Covid-19 se hayan contado por decenas de miles; si no por centenares de miles, existen estimaciones al respecto. Si se añaden las muertes indirectas (ausencia de seguimientos, retraso en diagnósticos y tratamientos), puede hablarse de una catástrofe sanitaria sin precedentes. Perdí la cuenta de los certificados de defunción que firmé en aquellos meses trágicos.
El manejo clínico en los primeros momentos se basó en cuidados generales, aporte de oxígeno y tratamiento sintomático y de las complicaciones. Nunca utilicé medicamentos cuya eficacia era muy cuestionable, no se apoyaban en datos científicos robustos y tenían graves efectos secundarios potenciales (‘primum non nocere’). Por fortuna, a partir de junio del 2020, se publicaron ensayos clínicos con medicamentos que demostraban eficacia (por ejemplo, la dexametasona); el Reino Unido trabajó muy bien en este aspecto: con un sistema sanitario centralizado, generó con rapidez datos consistentes, partiendo de sistemas informáticos compartidos, al revés que España, con 17 sistemas sanitarios y 17 sistemas informáticos. Aquí no podían compartirse los datos que se generaban y conducían a conocer mejor la enfermedad.
Una progresión lineal
Supimos bastante pronto que la progresión del cuadro clínico era bastante lineal, la gravedad aumentaba hacia el fracaso respiratorio en 6-10 días y, si se superaba esa fase, el paciente mejoraba y podía irse de alta, si bien costaba semanas e incluso meses recuperase por completo, y en algunos casos no se volvía a la situación pre-enfermedad o quedaban secuelas.
También supimos que había una tendencia a la formación de trombos, y por ello utilizamos sustancias que previniesen esta complicación. Podía asimismo afectar órganos diferentes al pulmón, como corazón, riñones, piel, tubo digestivo o cerebro.
El virus evolucionó en oleadas. En la primera atendí a pacientes ancianos; a partir de la segunda, que comenzó en el mes de agosto de 2020, ya fue población general. Las variantes del virus forman ya parte de nuestros recuerdos (lambda, delta, ómicron). En su momento fueron heraldos de malas noticias y peores realidades, y aprendimos a temerlas, conscientes de que podían escapar a los efectos de los medicamentos que utilizábamos.
Aun hoy, el tratamiento conocido dista de ser ideal, si bien, a partir de la llegada de las vacunas, la situación cambió por completo: seguíamos viendo casos, incluso en personas correctamente vacunadas, pero con mucha menor gravedad. Las vacunas marcaron un antes y un después en la enfermedad.
Otras facetas
Estas son algunas de mis vivencias y experiencias con la faceta clínica del Covid-19, que comparto con ustedes en una entrada más larga de lo habitual. Espero, en las sucesivas, atender a los otros aspectos de la pandemia que asoló nuestro planeta.
Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos, por este país y por este mundo agitado en el que vivimos.