Uno propone y Dios dispone, y fue así como, después de dos meses y medio viajando por Italia, en un viaje único y maravilloso a la libertad, este no podía terminar como una aventura normal. Ya muchos de los pueblos, ciudades y monumentos están visitados, descritos y agradecidos por abrirme sus puertas con tanta generosidad, por lo que mi último destino no sería externo, sino uno muy hondo y profundo dentro de mi interioridad.
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Hace ya tres días me empecé a sentir mal; un dolor agudo en la garganta me alertó que algo andaba mal. Como siempre, dudé, chuteé y me hice la loca creyendo que era un cambio de temperatura y que solo se me iba a pasar. Al día siguiente, las cosas empezaron a empeorar. Se me sumó un fuerte dolor de cabeza y mi cuerpo y mi alma me decían que estaba rara. Sabía en mis entrañas que me había contagiado de la consabida enfermedad, pero quería creer que era mi imaginación nada más.
Autoexilio
Estaba cocinando en la noche para mi tribu hermosa cuando pensé que me iba a desmayar. Mi hijo fue a comprar un test para confirmar “este embarazo” tan inesperado, no planeado y que tenía que aceptar. A los 15 minutos, el veredicto fue fatal. Positivo y cuarentena radical. Estamos a menos de una semana de volver y estoy en el plazo justo para mejorarme, pero no si se enferma alguien más. Así que me autoexilié a las mazmorras de nuestro departamento y comenzó un viaje único que quiero contar.
Quizás, muchos de los que me leen ya se han enfermado de Covid y les ha tocado con diferente intensidad, pero solo desde una pielonefritis, hace como nueve años, que no me sentía tan “podrida” como en mi estado actual. Ahora mismo, cuando escribo, estoy absolutamente mareada, como si mi cabeza hubiese perdido algunos resortes de los amortiguadores a nivel cervical. La tos intensa me retumba el cerebro y los estornudos me dejan quebrada por la mitad. Tengo fiebre, calambres en las piernas y un cansancio que no puedo controlar. Veo mi cara en el espejo y parezco un espectro amarillo verde, acabado de pintar.
Las noches son una tortura por la congestión nasal. Ayer no pude pegar un ojo y vi el amanecer en medio de unos jabalíes que venían a asaltar el basurero municipal. No es chiste. Es una mamá con dos cerditos y dan vuelta todo con tal de alimentar su apetito voraz. Me siento como Rapunzel encerrada en su torre, rodeada de lápices, piedras para pintar, libros para leer, WhatsApp que contestar y trabajo por adelantar, pero mi cuerpo se rehúsa a hacerme caso y solo puede estar en modo horizontal o, a lo más, mirando el bucólico paisaje de Camogli, que con infinita ternura me quiere consolar.
Angustia inicial
Al principio me dio una angustia brutal. No paraba de llorar. ¿Es que tenía miedo de empeorar, de contagiar, de no poder volver o, sumadas a todas las anteriores, había algo más? Me recriminé por mi cobardía y pensé en tantos enfermos que conozco y desconozco que tienen mucha más fuerza y dignidad que yo. En medio de la turbulencia corporal, he intentado rezar y preguntarle a Dios qué debo aprender de este último tramo para que me pueda soplar. Al principio se mostró reticente y se quedó en silencio, lo que acentuó mi soledad emocional y espiritual. Parecía que mi congestión del Covid también se había colado en mi lacrimal. Me lloraba el alma con un pánico que no comprendía y no podía procesar. Después de la noche en vela, le pedí al Señor y a los ángeles con más intensidad. Debo comprender para ser dócil y aprender de esta circunstancia tan particular.
Mientras tanto, mi marido y mis hijos son una delicia en el cuidar. Escucho cómo suenan detrás de mi puerta y me dejan los encargos o la comida, aunque no he probado casi nada como un castigo auto impuesto por “fallar”. Fue ahí, con esa palabra, cuando desde mi ventana vi un destello iluminar mi alma y comenzar a desenredarme un poco. Recordé con claridad la sensación del hospital cuando mi riñón se fue a infectar: me cuesta infinito creer que pueda ser amada y amable sin hacer ni cumplir todos los deberes de mis roles en la actualidad. Delegar con confianza ya no es tanto tema, pero sí abrir los brazos y recibir amor en modo incondicional.
Como mamá, señora, amiga, profesional y como ser humano, tengo esta herida que ahora puedo mirar con tanta claridad. No siento que tengo que estar arriba de la pelota haciendo malabares; tampoco tengo que demostrar mi inteligencia, mi creatividad (de hecho, me pregunto si este escrito es una catarsis o un deber más. Quizás “Y”, como solemos enseñar en la Fundación Vínculo). No tengo que estar siempre sana ni fuerte ni buenita para recibir amor a cambio.
Amor incondicional
El amor no es una transacción comercial. Muchos me lo han expresado, pero tenía que pasar por esta cañada oscura para poderlo encarnar un poco más. No tengo porqué ordenar toda la casa, ni mi familia, ni mi trabajo, ni mi país, porque soy apenas un puñado de vida como todos los demás y, por ese único mérito, soy amada por Dios, por mi tribu, por mis amigos/as del alma y por la familia que hemos podido construir en estos 30 años de comunidad. Me falta abrir las manos y dejarme hacer “nanai”, dejar que me cuiden, que me regaloneen, que me protejan y no apurarme para estar bien, para no decepcionar.
Feroz aprendizaje para un alma acostumbrada al deber ser, a comer culpa de plato de fondo y a no permitirse el postre para no engordar. Tremendo viaje que me presenta Dios para sentir y gustar su predilección, su cuidado, su ternura encarnada en tanto y en tantos que no adeudo, si no que Él me quiere regalar. Espero mejorar del Covid lo más pronto posible, pero sé que de esto quizás nunca me voy a mejorar.
Solo reconciliarme con ello, abrazarlo, integrarlo y abrazarme como lo haría el Señor si tuviese la oportunidad. Dar amor me sale tan natural, me fluye como un corazón de madre sin límites y generosa en amamantar; sin embargo, dejarme amar así ha sido siempre un “fraude” existencial. Lo único que sé ahora es que ya estoy vacunada y estos anticuerpos me van a ayudar para cuando vuelva a las pistas y se me olvide esta fragilidad, de esta experiencia única y maravillosa de ser hija de Dios y confiar que valgo la pena aunque no haga nada.