Creo en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es como mis papás me enseñaron a decir al darme la bendición.
Creo en Dios que se nos muestra como Padre, como Hijo, como Espíritu Santo, que es como la Iglesia lo entendió hace muchos siglos.
Creo en Dios Padre, en Jesucristo, el Hijo de Dios, y en el Espíritu Santo, como la Iglesia lo profesa en el Credo y lo proclamamos en la celebración de los sacramentos. Porque “esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar”, como lo decimos después de proclamar esta fe.
Creo en el amor misericordioso del Padre Dios que Jesús de Nazaret nos revela. Creo en la vida divina –la gracia– que se nos comunica en nombre de Jesús, el Cristo. Y creo que el Espíritu Santo actúa en la Iglesia y en la vida de cada bautizado y cada bautizada. Como lo expresa en la misa el saludo del padre: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes”.
Y porque este domingo la Iglesia celebra la fiesta de Pentecostés, quiero referirme al Espíritu Santo “que procede del Padre y del Hijo, que con el padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Que puso en movimiento a los primeros seguidores y seguidoras de Jesús para ser comunidad en la fe en Cristo. Que es el mismo Espíritu que actuaba en Jesús, según palabras del libro del profeta Isaías que el mismo Jesús leyó un día en la sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres” (Lc 4,14). Que continúa guiando a la Iglesia para realizar la misión que Jesús le confió a la primera comunidad.
El Espíritu en las escrituras
El libro de los Hechos de los Apóstoles, que habla de los primeros pasos de la Iglesia por el mundo, narra la venida del Espíritu Santo sobre la comunidad de los primeros discípulos que estaban reunidos con María, la madre de Jesús, y las mujeres que también eran discípulas; recoge el discurso de Pedro a una multitud de gentes de diversos lugares que estaban en Jerusalén con motivo de Pentecostés; cuenta que los que lo oyeron se sintieron conmovidos y preguntaron qué tenían que hacer para formar parte del grupo de creyentes; también cuenta que Pedro les dijo que se bautizaran para recibir el Espíritu Santo; finalmente, da testimonio de que quienes se bautizaron “vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos según la necesidad de cada uno. A diario frecuentaban el templo en grupo, partían el pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón” (Hch 2,42-47).
Y sí, creo en el Espíritu Santo que “enciende en los corazones de los fieles el fuego de su amor”. Creo que hoy, lo mismo que en el primer Pentecostés, el Espíritu Santo nos une como comunidad de bautizados y bautizadas con Dios y como hermanas y hermanos en el amor que fundamenta la solidaridad, el respeto, el servicio, la defensa de los excluidos y, sobre todo, las excluidas, la lucha por la justicia, la acogida a los desposeídos y los despreciados. Creo, también, que el Espíritu Santo nos moviliza para asumir y ejercer nuestra responsabilidad en la misión de la Iglesia, al mismo tiempo que anima y organiza la Iglesia para el servicio, para hacer presente en el mundo el reino de Dios, para dar testimonio del amor que transforma.