Soy consciente de que, dependiendo a quién preguntes, obtendrás un acento u otro. Quizá quieren decir lo mismo, pero, como comunidad, somos expertos en perdernos en ataduras y en nuestros puntos de partida, tantas veces sin dialogar. Algo hermoso, para la Iglesia en esta primera fase sinodal, ha sido escuchar y escuchar. Francisco ha insistido por activa y por pasiva. Una escucha eclesial que se abra a todos y que no se reúna en grupos o grupitos, en reductos y entre iguales. La escucha eclesial es mucho más exigente que la Iglesia del cristiano. Sobre todo cuando hemos aprendido, por avatares de la historia, a buscarnos interesadamente nuestro lugar.
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Un cristianismo sin cuerpo puede ser un seguimiento escondido en lo místico, en lo profundo y en lo esencial, inalterable ataráxicamente, resistiéndose a bajar del Tabor para curar al endemoniado, sin fuerza para atenderlo como merece (Lc 9,28-36; merece la pena leer el díptico entero, no lo uno o lo otro). Un cristianismo sin cuerpo puede ser, evangélicamente hablando, sal que se disuelve y no se nota, pero que se niega a ser luz que se ponga en lo alto para alumbrar a los que lleguen a la casa (Mt 5,13-16; de nuevo, merece la pena escucharlo entero). Ambos cristianismos resuenan de igual modo en la sociedad, son bastante similares en el fondo.
Concilio Vaticano II
Es una cuestión, como le ocurre también al Concilio Vaticano II, de mereología práctica, de relación entre partes con partes y partes con el todo. Es decir, de significación y de pertenencia. Seguimos bajo el eco de la discusión dualista que necesita una imagen cómoda con la que comulgar: o Cuerpo o Pueblo (del Templo ni nos acordamos normalmente), incapaz de formular la “y” como superación de la reducción. Seguimos creyendo, porque es una cuestión de fe de primer orden, que la relación entre Dios y la persona (y comunidad) realmente se niegan, no se aceptan, no se vinculan, y se descartan. Una lección tridentina, la de la “y”, que no cuaja en la vida espiritual hondamente.
Pienso, sinceramente, que como Iglesia lo tendríamos más fácil que de cualquier otra manera. A nadie se le pide que sea réplica o copia de nadie, sino que asuma con libertad su propio seguimiento de Cristo, como salida hacia el otro y como vuelta al Padre, como cuidado de la creación tanto como respeto de su propia dignidad. Y esto, como bien avisa alguno, atendiendo a la realidad. Es decir, sin inventarme a Dios cambiándolo en ídolo, ni tampoco seleccionar al prójimo o dedicarme a amar un prójimo que sustituya al que tengo más cerca.
Entiendo, porque lo vivo a diario, que es imposible dar siquiera un paso sin dejarse reconciliar y perdonar, sin una pizca de valentía y determinación, sin la compañía de buenos amigos, hermanos y maestros. Entiendo que no se realice en mí mismo todo, porque me rompería y devastaría mi existencia, porque no tengo tiempo. Pero sí puedo confiar en la donación de diversos carismas y sensibilidades para hacer Cuerpo y ser un Pueblo que camina en la misma dirección. No es lo que vivimos lo que nos hará estar con comunión, sino hacia dónde miramos. O, dicho de otro modo, dónde esté puesto nuestro corazón en todo momento y servicio.