He pensado muchas veces que el sacerdocio femenino podría impulsar la renovación de la Iglesia católica, lastrada por ese clericalismo tantas veces deplorado por el papa Francisco, consciente de que el pueblo de Dios no puede dividirse en una minoría privilegiada y con voz, y una mayoría silenciosa a la que se pide obediencia y sumisión. La teóloga española Cristina Inogés Sanz no se opone a esa idea, pero en su ensayo ‘No quiero ser sacerdote. Mujeres al borde de la Iglesia’, señala que el sacerdocio femenino podría reforzar el clericalismo. En una época que se ha acostumbrado a prescindir de Dios, la renovación de la Iglesia no vendrá de un incremento del número de sacerdotes, sino de un regreso a los orígenes, cuando el sacerdocio implicaba servicio y no poder, cercanía y no segregación, sencillez y no boato. El sacerdote debe estar en medio de la comunidad, tan atento al cuerpo como al alma. Fernando C. Díaz Abajo en su prólogo al libro de Cristina Inogés Sanz, afirma que un sacerdote que concede más importancia al alma que al cuerpo, no ha comprendido el significado de la Encarnación. El ser humano es una realidad integral, no un alma confinada en la cárcel del cuerpo. El dualismo platónico sigue salpicando y deformando la mentalidad de muchos cristianos. Hace falta una Iglesia en el mundo y para el mundo, no una Iglesia que ha cortado los puentes con la realidad, recluyéndose en una burbuja espiritual. Es sumamente preocupante esa nueva generación de sacerdotes tradicionalistas que suspiran por el latín, las sotanas e incluso las capas, olvidando la gran lección del Concilio Vaticano II, según el cual la Iglesia debe “rejuvenecer su rostro, para responder mejor a los designios de su fundador, el gran viviente, Cristo, eternamente joven” (‘Mensaje del Concilio Vaticano II a los jóvenes’, 7 de diciembre de 1965).
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Al sacerdote le corresponde promover la comunión, no la uniformidad, respetando la pluralidad de la Iglesia, una diversidad existente desde las comunidades de Pedro, Pablo y Santiago, cada una con diferentes actitudes religiosas y existenciales. El clericalismo ignora esta evidencia histórica, intentando imponer una dirección única. Es una postura empobrecedora que –según el papa Francisco– “no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente”. El clericalismo afecta también a los laicos, que reducen la fe a la esperanza del más allá y a posiciones numantinas en cuestiones de moral sexual. Una fe mágica, ritualista y regresiva ha alejado a muchísimas personas de la Iglesia y lo seguirá haciendo. Salvo que ocurra algo inesperado, el número de fieles no dejará de disminuir. Sería desolador que ese grupo reducido se caracterizara por su oposición a la modernidad. La periferia no es un mal lugar. Jesús de Nazaret nació y vivió en la periferia del Imperio Romano. En esos espacios, el clericalismo se revela inútil, pues los problemas son tan urgentes y angustiosos que solo cabe ser testigo de Cristo asumiendo la tarea de servir a los «descartados». Jesús no se limita a prodigar palabras. También reparte panes y peces.
Fernando C. Díaz Abajo se pronuncia a favor de un mayor protagonismo de los laicos. Si su presencia y sus responsabilidades se incrementan, el clericalismo retrocederá. No estoy tan seguro. Con Juan Pablo II, los movimientos laicos adquirieron poder, visibilidad y privilegios y, lejos de favorecer la renovación de la Iglesia, han reivindicado un regreso a la tradición. No a la tradición evangélica, sino a la tradición clerical. Gestos aparentemente pueriles, como el de Benedicto XVI de rescatar del armario el camauro, un gorro de terciopelo rojo ribeteado de piel de armiño, solo refuerzan esa tendencia. Es inevitable preguntarse si la Iglesia siempre ha sido clerical. Todo indica que no. En ‘La Iglesia católica’, Hans Küng escribe: “De Jesús se desprendía un ‘espíritu democrático’ en el mejor sentido de la palabra, que concordaba con la idea de un ‘pueblo’ (en griego ‘demos’) de seres libres (no una institución dominante, y mucho menos una Gran Inquisición) e iguales en principio (no una iglesia caracterizada por la clase, la casta, la raza o el oficio) de hermanos y hermanas (no un regimiento de hombres o un culto a las personas). Esta era la ‘libertad, igualdad y fraternidad’ originalmente cristianas”. Pedro no fue un monarca espiritual, sino un hombre con una autoridad colegiada y, en no pocas ocasiones, cuestionada. Se entendía por Iglesia una totalidad con luces y sombras, y se consideraba una obra humana, no una institución divina. De ahí que pudiera cambiarse, adaptarse, renovarse. Las mujeres no se hallaban discriminadas. De hecho, san Pablo habla de “Junia, destacada entre los apóstoles” (Romanos 16, 17), a la que la posteridad convertirá en hombre. En Antioquía, alrededor de 110, se establecen los cargos de obispo, presbítero y diácono. La división entre clero y pueblo se impone, desviándose de la praxis establecida por Jesús. Pese a la exaltación de la Iglesia como institución, ni siquiera en tiempos de san Agustín se atribuía al obispo de Roma una autoridad infalible. La autoridad suprema se reservaba al concilio ecuménico. Durante la Edad Media, el talante de los pueblos germánicos que invadieron Roma afectó a la Iglesia, introduciendo cambios muy notables: bautismo de los recién nacidos, una liturgia solemne en latín, confesiones auriculares y no públicas, veneración de santos y reliquias, dogmatismo en vez de teología reflexiva, abolición de la ordenación de mujeres como diaconisas. Frente a la libertad de los seguidores de Jesús, que no vivían sujetos a normas ni a ritos, surge una Iglesia rígida y dogmática que levanta barreras y crea divisiones. En esa concepción jerárquica, la mujer queda postergada y abocada a la irrelevancia.
“¿Qué es una mujer?”, se pregunta Cristina Inogés Sanz. Y responde: “Las mujeres son la vida en tanto que la vida es lo más cercano a la risa de Dios”. Su mirada no es complementaria a la del hombre, sino el aspecto más genuino del mensaje cristiano, pues expresa acogida, apertura, cercanía, cuidado. Conviene recordar que, lejos de la gravedad masculina, Jesús se despojó del manto y la túnica para lavar los pies a sus discípulos durante la última cena. Era una tarea reservada a los esclavos, una actividad servil e indigna de un hombre libre. La liturgia se alejó hace mucho tiempo de esa sencillez, cultivando a veces un fasto teatral. Esa solemnidad también ha afectado a nuestra imagen de Dios, al que se llama Padre, olvidando que también es Madre. En realidad, Dios es un Tú sin género. No es Él ni Ella. Teresa de Liseux, que –según nos recuerda Inogés Sanz- albergó vocación sacerdotal, se lamentaba del escaso aprecio que inspiraban las mujeres: “¡Ah, pobres mujeres!, ¡qué despreciadas son! Y, sin embargo, ellas aman a Dios en número mucho mayor que los hombres. Y durante la pasión de nuestro Señor las mujeres tuvieron más valor que los mismos apóstoles […] Tal vez permite el Señor que el desprecio sea el único patrimonio de las mujeres en la tierra, precisamente porque también fue el suyo. Pero en el cielo sabrá él mostrar que sus pensamientos no son como los de los hombres, pues allí los últimos serán los primeros”.
La caricia
La mujer aporta algo muy cristiano: la caricia. Jesús no fue frío y distante, sino muy cercano. Prodigó caricias, curó imponiendo las manos, tocó y se dejó tocar. Al igual que la mujer que le lavó los pies con perfume, se arrodilló y confortó a sus discípulos con un gesto de humildad y ternura que parecía inapropiado para un profeta. Su predicación fue una caricia y, como escribe Inogés Sanz, “la caricia, cuando es sana y directa, no invade la privacidad del otro; al contrario, respeta su espacio y es una forma de hacerle ver que queremos relacionarnos con él”. Jesús no estableció ritos y, menos aún, filtros para formar parte de su comunidad. Su sacerdocio consistió en servir, en ponerse a disposición de todos. Sin imposiciones ni condiciones. La actual crisis de la Iglesia procede de haberse alejado de ese espíritu. A finales de los sesenta, Joseph Ratzinger, por entonces un teólogo progresista, profetizó en una charla radiofónica que la Iglesia quedaría reducida con los años a una pequeña comunidad menospreciada y poco influyente. Lejos de lamentar esa perspectiva, comentó que –gracias a esa “enorme sacudida”- la Iglesia tal vez “se reencontrará a sí misma y renacerá simplificada y más espiritual”. Quizás esa travesía por el desierto dejará muy claro –como apunta Inogés Sanz– que “la cabeza es Cristo, no el clero”.
Se ha subrayado la omnipotencia y la omnisciencia de Dios, lo cual ha contribuido a deshumanizarlo y alejarlo del ser humano hasta convertirlo en un ídolo. El Dios cristiano es un Dios muy humano y su pueblo debe seguir su ejemplo, adoptando un estilo más pastoral y sinodal. Solo se conseguirá rescatando la sencillez de los orígenes, lo cual implicaría transformar las relaciones entre los distintos estamentos. Escribe Inogés Sanz: “Simplificar la Iglesia exigirá que todos –jerarquía, clero y laicos– seamos capaces de vivir una ósmosis que permita la mutua influencia de todos en todos y en todo, vivir en la comunión, vivir la comunión para sabernos enriquecidos comunitariamente con el carisma de algunos”. Únicamente se conseguirá “poniendo en práctica, de una vez, todo el Concilio Vaticano II”. En esa tarea, sería más útil apostar por la “reevaluación del sacerdocio bautismal” que por la “clericalización de las mujeres”. Nada impide evangelizar a las mujeres, pues no se evangeliza solo desde el púlpito, sino “desde y en la vida; desde la convicción y la autoridad de la coherencia de vida”. Se evangeliza mediante el servicio, el ejemplo, la reflexión. “Somos hijos de la diversidad de Dios» y eso nos permite pensar, intentando comprender el sueño de Dios para el ser humano, que incluye indistintamente a los dos sexos en un plano común de igualdad y responsabilidad. Inogés Sanz nos recuerda que “las relaciones entre Jesús y las mujeres son tan profundas, directas y transparentes, en una palabra, tan normales, que resultan anormales para la época”. Desde el punto de vista de la teología y la mística, ¿quién ha sido más importante? ¿Los apóstoles o María?. “María –contesta Inogés Sanz–. Más aún: la Iglesia es mujer. Es ‘la’ Iglesia no ‘el’ Iglesia. Es la Iglesia. Y la Iglesia esposa de Jesucristo. Es un misterio esponsal”.
El miedo a las críticas es un síntoma de debilidad e inconsistencia. Cuando una mujer cananea afeó a Jesús que solo se ocupaba de las ovejas descarriadas de Israel y no del resto del rebaño humano, no montó en cólera. Admitió que había cometido un error y cambió de actitud, asumiendo que su misión tenía un alcance universal. Una Iglesia que no tolera la diferencia ni la discrepancia se aleja de las enseñanzas de Jesús. La Iglesia es maestra, pero también necesita ser evangelizada, corregida, rectificada, pues en ella puede anidar el antievangelio. Se alega para oponerse al sacerdocio femenino que no hubo mujeres en la última cena. Igonés Sanz objeta: “Cuesta asumir que no estuvieran presentes cuando, normalmente, la comida en Israel era compartida por todos y, en esta ocasión especial de la Pascua, la celebraban por igual los varones judíos y las mujeres a la vez. Además, ¿habría consentido Jesús que su madre no estuviera en la celebración de la Pascua –y más sabiendo él que era la última de su vida terrena-? ¿Y habría dejado fuera a las demás mujeres que le seguían habitualmente?”. Inogés Sanz no quiere ser sacerdote ni diaconisa, pero apoya a las mujeres que sí lo desean. Aficionada a las bufandas moradas, no siente la necesidad de cambiarlas por una estola del mismo color. Prefiere desempeñar la función del orillo, el remate que evita que el tejido se deshilache. Es decir, considera más oportuno –al menos en este momento histórico– centrarse en su compromiso pascual.
‘No quiero ser sacerdote’ es un ensayo valiente y necesario que invita a reflexionar en profundidad sobre el porvenir de la Iglesia. El joven Ratzinger no se equivocó al pronosticar una crisis profunda que desembocaría en una situación de relativa marginalidad. En ese escenario, si realmente se quiere renacer con un aliento espiritual más poderoso y fiel al Evangelio, la mujer tendrá que volver ocupar el lugar que Jesús le reservó como portavoz de la Buena Noticia. “Apóstol de apóstoles”, según santo Tomás de Aquino, María de Magdala fue la primera que vio a Jesús resucitado. “Evangelista del gozoso misterio central de la Pascua”, conforme a las palabras del arzobispo Arthur Roche, su papel es un signo inequívoco de la importancia de la mujer en la mesa que comparten todos los que siguen a Jesús de Nazaret.