La indiferencia. La actitud de quien evita acercarse al herido caído en el camino y se desentiende ante cualquier dolor humano que no sea el propio. La actitud de pueblos enteros anestesiados por una desinformación generada por pocos poderosos, pero consumida con placer por inmensas multitudes. Sí, la indiferencia, o lo que es lo mismo, la ausencia de compromiso, esa es la verdadera “madre”; y no ese monstruoso cilindro, cargado con toneladas de muerte, que con cinismo escalofriante sus creadores llaman “madre de todas las bombas”.
Saben bien lo que es la indiferencia quienes trabajan en instituciones que intentan paliar de alguna manera los desequilibrios de un sistema que deja al margen a millones de personas. Ellos tienen que luchar día a día en un doble frente: por una parte, asistir a quienes no tienen nada y, por otra, intentar sacudir las entrañas de los que tienen de sobra para lograr conmoverlos y hacerlos tomar conciencia de la situación. Es sorprendente, pero esta segunda tarea es siempre más compleja y agotadora que la primera.
El mismo fenómeno es también observable a nivel global. Los que luchan por defender su nivel de vida se enfrentan con los que no tienen ninguna vida por defender. Naciones inmensamente ricas y equipadas con arsenales militares capaces de destruir el planeta varias veces, se enfrentan a personas a quienes no les importa morir. Hombres y mujeres fanatizados, que se inmolan, dejan al descubierto la indefensión de los poderosos. Sus armas son inútiles. El enemigo no les teme. En un extremo podemos encontrar el fanatismo y la desesperación asesinos, en el otro la ceguera, la indiferencia, la incapacidad de ver la realidad hasta que ya es tarde y algún suicida explota en un centro comercial, o en un aeropuerto; o acaso en una esquina por todos conocida.
Entonces reaparece el miedo y la necesidad de “hacer algo”. Poco después vuelve la engañosa calma: no se puede hacer nada, el ciudadano común solo observa un momento y luego olvida. Mira para otro lado. Nadie se plantea cuál es el hilo que une la “madre de todas las bombas” y ese “mirar para otro lado”.
Nadie entiende que esa “madre” es también madre de la bomba que estalló en la puerta de su casa. Nadie comprende el vínculo que existe entre la insensibilidad de quien emite su opinión, o su voto, pensando solo en su conveniencia, y el inmenso arsenal necesario para defender su manera de vivir. Nadie parece ver que la indiferencia ante el dolor ajeno es también una forma de suicidio, una forma de inmolarse aún más torpe que la del terrorista.
Las últimas bombas cayeron en Semana Santa, mientras se escuchaba en las iglesias cristianas el relato en el que Pilatos preguntaba “¿qué es la verdad?” y luego salía al patio a lavarse las manos. “Yo no soy responsable de la sangre de este justo”. No preguntaba para saber una respuesta sino para terminar una conversación molesta. ¿Qué es la verdad? En medio de todo ese alboroto que habían organizado los acusadores, ¿a quién podía importarle qué era la verdad? A Pilatos, ciertamente no. Por eso se lava las manos. Ese es siempre el paso siguiente cuando la verdad deja de importar. El torpe romano no solo estaba condenando al indefenso Nazareno, también se estaba adelantando varios siglos aldescubrimiento de lo que ahora se llama la “postverdad”, ese relativismo y esa desinformación que en nuestro tiempo genera atrocidades.
El papa Francisco intenta día a día sacudir los corazones para despertarnos del sopor en el que parecemos atrapados. ¿Escuchamos? ¿Creemos que con la ternura y el perdón se puede modificar la realidad? ¿Cómo hacerlo? Quizás nos conviene mirar cómo lo hicieron los primeros discípulos del Maestro, ellos cambiaron el mundo de entonces, en aquellas comunidades no había lugar para la indiferencia, eran hombres y mujeres desarmados; ellos tampoco temían a la muerte.