Es tiempo de pesebres. Aunque en los lugares públicos ya no abundan y en los centros comerciales han desaparecido –es lógico, un resto de decencia les impide poner un pesebre en los templos del consumismo– igualmente se siguen viendo en casas de familia, iglesias y algunos pocos lugares más.
Me llamó la atención uno, muy simple y elemental, con las figuras de siempre y escaso buen gusto; pero logró conmoverme. En realidad no el pesebre en sí mismo, sino el contraste entre su pequeñez, podría decirse, aunque con respeto, poca gracia; y la inmensa tela negra que hacía las veces de cielo. Como corresponde, esa inmensa negrura estaba algo alteraba por una arrugada estrella de Belén, de papel dorado.
Pero lo que impresionaba era la desproporción entre la inmensidad de esa extensión de color negro y la pequeñez y torpeza de las imágenes de plástico, la pobre Virgen más grande que el burro y los pastores con perros y sin ovejas.
No sé quién lo hizo, pero cualquiera haya sido su autor, algo impresionante había expresado en ese enorme paño negro. Allí no había nada, pero sí había lugar para todos, para todos los que no son pesebre, para toda esa inmensa multitud de víctimas y verdugos que se multiplican sin descanso.
Desde hace dos mil años una luz brilla en las tinieblas, no es una luz de papel dorado. Desde entonces las tinieblas rechazan la luz pero el pesebre sigue ahí, iluminando una larga noche que es mucho más que ausencia de luz. Es una noche de violencia, injusticias y crueldad. La negrura de una guerra mundial “en pedacitos”, como dice el papa Francisco.
Desde hace dos mil años una luz brilla en las tinieblas. Desde
entonces, el pesebre sigue ahí, iluminando una larga noche
que es mucho más que ausencia de luz.
Pero allí está el Niño, entre la Virgen más grande que el burro y un san José que mira para el otro lado. Allí está la alegría que nadie nos puede quitar. La esperanza que vivimos, que anunciamos y que convierte toda noche en una Nochebuena.
Desde Vida Nueva, para todos, ¡feliz Navidad!