Tengo en las manos un libro regalado después de ser leído, subrayado y usado. Son tres volúmenes, pacientemente aprendidos por un anciano casi centenario, que todos los días hacía labores cotidianas y acogía, como me imagino que el Padre nos abrazará en la eternidad, a quienes venían a casa.
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Muchos tendrán sus santos “de estampita”. Nada despreciable, todo lo contrario. Referentes de humanidad en los que fijarse. Posters de habitaciones internas, a las que solo acceder después de varias conversaciones. Figuras que nos han dejado huella, contra tiempo y marea. Y nos ayudan a responder, contra tiempo y marea. Personas de las que se cuentan historias, cuyos escritos nos iluminan. Los “santos” son semejantes y nos ayudan por su desemejanza y distancia. De un modo y otro, parecen estar un paso más allá siempre y actúan como hermanos mayores en nuestro aprendizaje.
Pero, y aquí viene lo grande, también hemos vivido y vivimos con santos de los que no hemos sabido por otros. Su testimonio, su entrega (martirio) es nuestro espejo y, probablemente, el motivo de nuestra conversión permanente y, probablemente, llamada primera a algo más. Su santidad es, son santos en la historia, tan jóvenes como que son de hoy, sin edad. Son nuestro presente más valioso.
Santos de al lado
He vivido con santos, convivo con ellos a diario, aunque no les salude como “san Fulanito” y les llame por su nombre. Empezando, sin probablemente y con certeza, por lo más familiar y cotidiano, desde mi casa y trabajo. Les sonará raro reconocerse así, pero buscan el bien, se preocupan por el prójimo, comparten lo que son y lo que tienen con sacrificio, sin alarde. Dios está presente en sus vidas y no se dan demasiado a sí mismos. Hablar con ellos es inspiración y consuelo, sin banderas.
La santidad, como el milagro y la acción de Dios, lo hemos convertido en algo tan extraordinario que Dios parece no tener nada que ver con nuestra vida y ser puro silencio. Y no es Verdad. ¿Por qué nos resulta tan difícil volver a Pablo, que hablaba de la santidad de otros, de la presencia de Dios en desconocidos, en peregrinos y caminantes, en personas “por hacer”? ¿Por qué no es nuestro modo común de obrar y hablar, destacar lo mejor del otro, recibirlo como presencia de Dios?
Sin más, mis tres santos con los que he vivido, ahorrando su nombre hasta el final para que sea más fácil descubrir la santidad más común:
Un anciano
Humilde y trabajador, compartí con él casa cuando él tenía exactamente cuatro veces mi edad. Jamás le vi enfadado y estaba eternamente feliz cuando niños y jóvenes visitaban nuestra casa para hacer sus convivencias y retiros. Siempre lo conocí mayor, anciano. Leía todos los días textos duros de comprender, con paciencia. Preguntaba, se interesaba por los demás, quedaba en su memoria más activa. No decía mucho, pero siempre estaba ahí, incluso para reconocer que no ya no podía, con pesar. Se le notaba. Yo procuraba que tuviera siempre buena fruta. Su cariño y comprensión ha prendido, como llama en celemín, en muchas personas que ojalá le recuerden. Me dejo cosas de intimidad por relatar, de lo más cotidianas. San… (supongo que ya se lo ha dicho Dios mismo).
Una madre
La maternidad es un misterio de entrega desde antes. El alumbramiento no es el culmen, ni mucho menos. Llamarlo “científicamente” “expulsión” es aberrante. Se forja durante la gestación una acogida que va teniendo nombre, que es esperada, que se sabe que será sorpresa, que es puro diálogo. Y lo que viene después, desde el primer instante, es entrega y sacrificio por amor, donde todo pasa a segundo plano, en donde la vida se vuelve Vida. Si dejásemos a las madres vivir este tiempo desde su entrega, la santidad sería siempre mariana, como don (regalo de Dios) recibido, al que responder, al que amar es natural, al que el sacrificio no esconde su nombre, ni la generosidad se empaña. Lo he vivido. Santa… (no lo sabe, está en camino.)
Una joven
Entre mis alumnos, muy cotidianamente cada año, he conocido la santidad. Aprovechamiento de sus cualidades, de sus dones, para el servicio a los demás, sin negarse jamás que suponía entrega, algo “más”. Experiencias de vida agradecidas, sin saber cómo. Silencios humildes, pese a su marcada diferencia con otros. Bondad y agradecimiento por lo recibido de los demás, personas que crean sinergias sin saber cómo ni para qué. Disponibles una y otra vez, pese a que sus expectativas no se vieran colmadas. Aprendiendo más de lo que se exige, con preguntas que son preguntas para seguir dialogando. A su vez, dando muestra consistente y práctica al mal del mundo, con sensibilidad sin mediocridad, preocupados por quienes no conocen. Vocaciones que venían de antaño, sin saber bien de dónde, como si procedieran del seno materno, como llamada que les ha engredado más que aparecido en algún momento. Conexión con el tiempo presente y la Vida al mismo tiempo. Pienso en alguien de mi último curso, se llama Santa… (ni lo sabe, le sorprendería mucho porque no conoce a Dios, pero está en camino…)
Como estos, tantos. La santidad, la presencia de Dios en el otro, es esencial al cristiano de a pie. Reconozco tres en este post, pero pueden ser trescientas personas fácilmente. Unas y otras, no pocas veces antagónicas, que ojalá se reconocieran mutuamente así. Nos hace mucho bien pensar en la santidad del otro. Más incluso que pensar en la propia, si es que alguien piensa en ella todavía como santidad.