¿Qué es la vulnerabilidad? La palabra viene del griego “vulnerare”, que significa herida, y es algo que nos hermana a todos como seres humanos al sentir que no somos ni hacemos lo suficiente para recibir el amor, el valor y la atención de los demás. Desde la primera infancia, apenas perdemos la inocencia, todos experimentamos esta sensación de escasez que causa mucho sufrimiento y que se origina en la vergüenza, la comparación y la desconexión emocional. Tememos ser rechazados, abandonados, expuestos o ridiculizados y, por ello, nos vamos poniendo máscaras y armaduras que nos asfixian y nos cargan, pero que preferimos llevarlas a atrevernos a arriesgarnos a ser nosotros y a expresar con plena libertad nuestra singularidad.
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El paradigma actual ha exacerbado el fenómeno: siempre el ser humano ha querido ocultar su verdadero sentir por temor a ser dañado. Sin embargo, hoy como nunca en la historia de la humanidad, gracias a la globalización y al influjo y exposición de los medios de comunicación y las redes sociales, las máscaras se han adosado al ser, haciéndonos inconscientes de quiénes somos en realidad, dejando fuera la autenticidad y restando del “sistema mundo” toda nuestra riqueza y singularidad.
Falsas armaduras
Armaduras como el perfeccionismo, la pandemia del narcisismo, el control, la anestesia emocional, el hacer exagerado, el consumo o el temerle a la dicha (porque nos puede hacer sufrir después) son cargas que están asfixiando a muchas generaciones en ansiedad, depresión, soledad y una vida sin propósito que cuesta llevar. Todo ello nos distancia de nosotros mismos y de los demás y luchamos por tener más méritos y logros para ser amados, sintiéndonos siempre carentes y avergonzados.
Esto se debe a que el sentido de toda vida se sustenta en los vínculos y relaciones con todos y con todo, estando absolutamente comprometidos, involucrados y “dentro” del ruedo de la existencia, amando y sirviendo a todo dar. Cuando nos alejamos de nuestra vulnerabilidad podemos aparentemente sufrir menos, pero lo que más estamos haciendo es dejar de vivir plena e intensamente la experiencia humana que se trata de sentir y ser, aunque a ratos nos pueda doler. Ser vulnerable nos lleva a la empatía, y eso nos abre a un infinito de relaciones amorosas, creativas, fecundas, que nos dan gozo en todas nuestras dimensiones (corporal, emocional, cognitiva y espiritual), aunque sean inciertas e imposibles de controlar o congelar.
Vulnerabilidad y vergüenza
Según la investigadora americana Brené Brown, “solo cuando seamos lo bastante valientes como para explorar la oscuridad, descubriremos el poder infinito de nuestra luz”. La vergüenza es la mayor traba que tenemos para no arriesgarnos a sentir y que los otros conozcan lo que somos de verdad. Todos tenemos aspectos relacionales nutritivos, creadores y fecundos y aspectos más sombríos, tóxicos y destructivos. Pero, si no los reconocemos y los atravesamos con la conciencia y la resiliencia, quedaremos presos en la complacencia, el rendimiento y el perfeccionismo.
Es la vergüenza la que se transforma en miedo; el miedo, en aversión al riesgo; y esto último nos mata nuestro potencial y la capacidad de volar en paz, alegría y libertad. Cuando nos sabemos amados incondicionalmente, cuando nuestro ser queda envuelto por el amor y el respeto, nuestra autoestima no queda en juego y, por lo mismo, adquirimos el valor para compartir nuestros dones y talentos sin miedo.
Vergüenza según género
De acuerdo con las investigaciones de Brown, hombres y mujeres están “presos” en una serie de normas culturales en las que la vulnerabilidad se esconde, causando conflictos y sufrimiento a ambos, ya que son imposibles de cumplir. Al reconocer esas normas, podemos ser resilientes a ellas y reemplazarlas por nuevas relaciones más compasivas, imperfectas, maravillosas y humanas; lo que somos genuinamente. Veámoslas:
- Las vergüenzas femeninas: ser y hacer todo perfecto; todo lo que sea inferior a eso es vergonzoso. Ser juzgadas por otras madres como incompetentes. Estar expuestas y que se develen sus defectos. Sentir siempre que no son lo suficientemente buenas. No tener todo controlado. Sentir que nunca son suficientes en la casa, ni el trabajo, ni como esposas, ni como hijas. Sentir que no tienen sitio entre las mejores o más populares. Sentir que deben ser “perfectas” sin esfuerzo y figurar como personas dulces, hogareñas y silenciosas. Más temprano que tarde, con estas “normas” las mujeres se agotan y quieren ser ellas mismas.
- Las vergüenzas masculinas: los hombres sufren en silencio su vergüenza y su vulnerabilidad porque lo cultural no se los permite expresar, sin embargo, temen al fracaso, a sentirse inútiles, a que crean que son blandos, a que se revele su debilidad, a mostrar miedo, a que los vean que se los puede amedrentar, a ser criticados o ridiculizados. La mayoría de los hombres, frente a la vergüenza, responden enojándose o desconectándose por completo. Más temprano que tarde, los hombres ya no soportan más el miedo y convierten su vulnerabilidad en rabia y se cierran.
Cuando la bajada es subida
El poder de la vulnerabilidad. Dando por hecho de que todos somos vulnerables y que todos tememos la desconexión que ha sufrido el resto (en el sentido de no pertenecer ni merecer amor gratuito), en vez de escudarnos y enmascararnos, debemos reconocer el infinito poder que todos poseemos si sabemos equilibrar esta fuerza con la del éxito y la seguridad.
Al igual que los dos gemelos de la historia, debemos abrazar los dos lados que nos conforman y desplegar su potencial. Del gemelo hacedor, del rendir y del trabajar todos tenemos mucho avanzado; sin embargo, llega el tiempo de ver todo el poder que trae este hermano más oculto y temido por todos. En su libro ‘Caer y levantarse’, el escritor franciscano Richard Rohr nos relata el hecho de que, a mitad de la vida, todos programamos –consciente o inconscientemente– una crisis (como una enfermedad, un divorcio, una cesantía, un accidente, etc.) como una forma de reconectarnos con la vulnerabilidad escondida bajo la alfombra en la primera mitad.
El mejor trampolín
Solo si somos valientes y sabemos pedir ayuda a tiempo, podemos convertir esta caída o bajada en el mejor trampolín para subir, que nos abra la puerta a nuestro verdadero ser, a la libertad, a la alteridad (ser un legítimo otro) y a la integración de todo lo que somos y, por ende, a la empatía con otros, a la compasión y a la fraternidad. La mitad de la vida nos ofrece una gran sima que podemos convertir en cima; sin embargo, esta lógica también la podemos extrapolar a todas las pequeñas o grandes quebradas que experimentamos a lo largo de la existencia.
Cada “piedra” del camino la podemos usar para entramparnos o, bien, para aprender y construir un bellísimo peregrinar con otros. Sigamos paso a paso la lógica contraria de la vulnerabilidad, para distinguir sus beneficios:
- Desnudarse: tanto literal como simbólicamente, despojarnos de nuestras ropas (roles, vestimentas, apariencias, etc.) es uno de los mayores temores del ser humano. Pasado el huracán, el dolor inicial se va mutando por una aceptación y valoración de lo que somos en lo más profundo. Nos “acostumbramos” y vemos que seguimos viviendo, que los que nos aman siguen ahí y que, para sorpresa nuestra, muchas veces nos sentimos más livianos y felices porque ya que no hay nada que perder, defender ni ocupar fuerzas en ocultar. La desnudez del alma nos regala la anhelada libertad de vernos y de que vean lo que verdaderamente somos.
- Despojarse de todo lo material: todo lo que antes nos daba seguridad, valor y validación frente a los demás, al desprendernos de ello, nos hace pobres de espíritu. No se trata de no tener cosas, sino dejar de ser esclavo de ellas para ser. Podemos tenerlas o no y seguimos viviendo porque confiamos en la vida y en su abundancia que provee a través de nuestras capacidades y la Providencia.
- Abajarse: hacerse pequeño y/o doblarnos nos permite cambiar profundamente la perspectiva de la vida. Empezamos a ver cosas que antes no veíamos, a valorar lo simple, a priorizar con sabiduría, a ver a otros que la sociedad no ve, a ser humildes, a sabernos interdependientes y a vivir la colaboración y la fraternidad. Nos volvemos como niños, recuperando la inocencia y la gratitud.
- Exponerse: si bien abre todos los flancos para ser herido, también abre todas las posibilidades para establecer nuevas relaciones, para abrir infinitas puertas de aprendizaje, para pensar “fuera de la caja”, para salir de la zona de confort y construir nuevas ideas y proyectos con otros que se han atrevido a arriesgarse.
- Sentirse abandonado y solo: si bien esto es lo más doloroso que podemos experimentar, también nos abre la posibilidad de encontrarnos con Dios, que nos recoge. Al vaciarnos, podemos ser “llenados” por su presencia amorosa que nos salva y levanta con encarnaciones muy concretas. Nos sabemos creaturas y no dioses y recuperamos el vínculo fundante con el Amor que me creó.
- Nueva musculatura: el “adentrarse en el terreno comanche” del sentir nos permite desarrollar la musculatura emocional y espiritual que podíamos tener relegada o contenida. Este “despertar” nos permite encontrarnos con otros que también han experimentado la muerte y la resurrección y, juntos, podemos construir un mundo mejor.
- Resurrección: solo muriendo se puede nacer de nuevo siendo viejos. Morir al ego nos permite renacer en plenitud y libertad desplegando todo lo que somos y disfrutando el proceso hasta el final.
Las personas bellas no surgen de la nada
Quizás la frase de la doctora Elizabeth Kubler Ross nos puede ayudar a hacer evidente las múltiples riquezas que produce vivir con resiliencia y compartir con otros nuestras pobrezas y “bajadas”: “Las personas más bellas que hemos conocido son aquellas que han conocido la derrota, conocido el sufrimiento, conocido la lucha, conocido la pérdida, y han encontrado su manera de salir de las profundidades. Estas personas tienen una apreciación, una sensibilidad y una comprensión de la vida, que los llena de compasión, humildad y un profundo interés amoroso. Las personas bellas no surgen de la nada”.
Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo