Los dos episodios que trajeron a cuento el tema de las relaciones entre religión y política ocurrieron en el congreso colombiano y en las calles del puerto de Buenaventura.
En el Congreso, la senadora Viviane Morales, en nombre de sus principios religiosos y de más de dos millones de firmantes de su propuesta, promovía un referendo de rechazo de la adopción de niños por parte de homosexuales, viudos o personas solas. Uno de los defensores de esa iniciativa argumentó que la Biblia debía estar sobre la Constitución. Meses antes el argumento religioso había convocado votantes que derrotaron a los que defendían los acuerdos de paz con la guerrilla que, supuestamente, incorporaban la ideología de género. Desde entonces regresó a la política colombiana el argumento religioso como voz de convocatoria y de compactación partidista.
El otro episodio ocurre en las calles del puerto de Buenaventura en donde una multitud protesta por la política engañosa y desdeñosa del Gobierno. Entre los líderes de la protesta está el obispo Héctor Epalza quien acaba de declarar: “los obispos del Pacífico y el arzobispo de Cali reafirmamos nuestro acompañamiento y solidaridad con el pueblo que ha estado marginado, al que le han hecho tantas promesas muy poco cumplidas”.
Ya antes este obispo había movilizado a la población en una manifestación para “enterrar la violencia”.
Entre posiciones extremas
Estos dos episodios se mueven entre dos posiciones extremas: la que inspira las teocracias y al régimen de cristiandad con la proclama de que solo la verdad (supuestamente la religiosa) tiene derecho a la libertad. Es un extremo en el que militan creyentes de fe tridentina que desconfían del Vaticano II y del papa Francisco, a quien ven como un comunista infiltrado y un peligro para la fe cristiana.
En el otro extremo está el laicismo que, alrededor del dogma de la separación de la Iglesia y el Estado, pretende reducir lo religioso al espacio de lo íntimo e individual. Por tanto, se ha propuesto alejar a lo religioso de la vida pública. La pugna entre estos dos extremos ha tenido el efecto bueno de volver el pensamiento público hacia ideas como estas:
- Hay un carácter público innegable e irreductible en la fe cristiana. Retórico, pero con contenido, es la expresión de un catequista: es como llevar el sol en el bolsillo y pretender que no caliente ni ilumine. Más prosaica pero real es la consideración de que el centro del cristianismo es el amor: Dios está donde el amor se manifiesta y mal se puede reducir el amor a lo íntimo y privado, pues es todo lo contrario: apertura a los demás, que es el comienzo de la política. Por eso, el cristianismo no es políticamente inocente. Se involucra, quiéralo o no.
- La idea anterior ha hecho caer en la cuenta de que esa inspiración cristiana de amor a los demás estuvo presente en la campaña de liberación de los esclavos de Abraham Lincoln, en la lucha de Martin Luther King contra la segregación racial; también tienen alma cristiana los valores de fraternidad, libertad e igualdad de la Revolución Francesa de modo que se puede afirmar que los valores que presiden el nacimiento de sociedades democráticas tienen origen cristiano. Solo que no fueron impuestos por la fuerza ni como leyes de obligatorio cumplimiento. Llegaron a hacer parte de una cultura democrática por caminos parecidos a los de la levadura y la sal que le dan sabor y fermento a la masa. Jesús nunca habló de partidos políticos, ni de formar ejércitos, ni de reinos como los de este mundo, ni de aliarse con los poderosos. Su fórmula fue más casera y sutil: ser en la sociedad como la levadura y la sal en la masa.
- El derecho a la libertad religiosa es un derecho mutilado si lo religioso se encierra en lo privado. ¿Qué libertad es esa, si no se propone en público? Fue una equivocada actitud la de posar como únicos poseedores de la verdad y la de querer imponer una vida de convertidos desde las procuradurías o los congresos.
- Lejos de esas pretensiones de poder y de ser una comunidad de buenos enfrentados a la maldad de la sociedad, la fidelidad a la creencia religiosa hoy tiene una dimensión concreta: el compromiso solidario con los débiles y sufrientes de nuestro tiempo, y la ruptura de lealtades con los poderosos. Esto es lo esencial. Si implica relaciones con lo político, esto es lo secundario y accidental.
Con ideas como estas, la discusión sobre la relación de la religión con la política ha ganado en densidad y se ha apartado de la vulgaridad de una pelea callejera por algún retazo de poder.