Al concluir el encuentro sobre ‘la protección de los menores en la Iglesia’, el papa Francisco señaló que el tema de los abusos sexuales de menores era “un problema que antes se consideraba un tabú, es decir, que todos sabían de su existencia, pero del que nadie hablaba”. Afortunadamente, y en parte gracias a los medios de comunicación, esa tragedia se ha visibilizado, ha dejado de ser tabú y ha sumergido, especialmente a la Iglesia, en el dolor y la perplejidad.
Como todos los temas que no se hablan, a medida que se hace la luz sobre ellos van apareciendo más detalles, matices, atroces consecuencias y, también, poco a poco, quedan expuestas sus profundas raíces. En este caso, al principio muy veladamente y a medida que fue pasando el tiempo cada vez con mayor fuerza, la reflexión sobre el fenómeno de los abusos sexuales a menores fue exponiendo uno de sus más sutiles y perversos orígenes: el abuso de poder.
Cuando los primeros casos fueron haciéndose públicos la reacción fue considerar que se estaba ante comportamientos patológicos individuales que debían ser duramente sancionados. La expresión “tolerancia cero” apareció en la boca de todos los que parecían sorprendidos aunque ahora sabemos que, como dijo el Papa, se trata de un tema “que todos sabían de su existencia, pero del que nadie hablaba”. Una vez más la reacción primera fue ese reflejo primitivo de buscar un “chivo expiatorio”: cargar sobre alguien los pecados de todos.
Lógicamente los autores de esos crímenes fueron de inmediato los destinatarios perfectos para cumplir ese papel social asignado por quienes hasta ese momento se habían hecho los distraídos. Además de cargar con sus culpas y con las consecuencias de sus acciones, los responsables de esos atropellos sexuales recibieron sobre sus espaldas el peso de la inmensa hipocresía de quienes pretendían poner solamente sobre unos pocos todas las culpas. De esa manera, muchos otros que ahora parecían sorprendidos y escandalizados, podían desentenderse de la tarea de buscar otras responsabilidades. Pasar de la persecución de algunos criminales al análisis de las causas institucionales de esos hechos y avanzar hacia las reformas necesarias para corregirlas, es un paso que en muchos casos aún está pendiente.
No alcanza la aceptación de culpas
Ahora asistimos a una generalizada aceptación de culpas por parte de quienes tienen las responsabilidades de conducir las comunidades. Curiosamente quienes tienen poder son los que hablan de abusos de poder y eventualmente se arrepienten de haber cometido esos errores o solo se proponen estar atentos para que no ocurran. Sin dudas son pasos importantes, pero las instituciones no pueden apoyarse solo sobre las virtudes personales de los que las gobiernan, además es preciso fijar con claridad algunos límites que impidan eficazmente la reiteración de situaciones de abusos de cualquier tipo. Los especialistas en Derecho Canónico deberán dar respuesta a esa necesidad.
Hasta que no se establezcan esos mecanismos claros de control, seguiremos asistiendo al extraño espectáculo que ofrecen los que tienen el poder y que se presentan a sí mismos como avergonzados del poder que siguen detentando y del cual también siguen haciendo uso, aunque de formas más sutiles que hasta hace poco.
La conversión personal es un paso evidentemente indispensable pero a nivel institucional, insuficiente. Urgen cambios estructurales que impidan todo tipo de abusos que pueden expresarse tanto en los monstruosos abusos sexuales como en obscenos anillos u ostentosas vestimentas que simbolizan el poder; que pueden reflejarse también en el desprecio por los derechos laborales de quienes trabajan en la Iglesia o en la orgullosa frialdad hacia quienes piensan diferente. Es obvio que no todos los abusos de poder tienen la misma gravedad pero, hay que decirlo, también son abusos. Tenemos por delante un largo y empinado camino. Ya nadie puede mirar para otro lado.