Se me quedó grabada la exégesis que le escuché a un profesor de teología de Comillas de uno de los versículos que recitamos en el Padrenuestro: “No nos dejes caer en la tentación”. Lo reformulaba así: “Cuando nos llegue la prueba, no nos dejes sucumbir a ella”.
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Conforme he ido cumpliendo años, viviendo, trabajando de médico, he comprendido que “la prueba” llega siempre. Es una enfermedad propia o de alguien muy querido; un fracaso, una pérdida personal o económica; puede ser la injusticia sentida y padecida; en otros países y momentos, la represión y la persecución. Una parte de nuestra vida que se hunde, la soledad no deseada, la incertidumbre y el miedo al futuro. Incluso el daño provocado a otros, cuando hacemos el mal que no queremos, en palabras de Pablo.
Ante un precipicio
Antes o después, la vida nos pone en una situación en que nos acercamos a un precipicio, y ahí se decide nuestra fe y actitud ante la vida. En el mejor de los casos, seguimos creyendo que Dios es Padre y nos acompaña en medio de una oscuridad que puede ser extrema (en último término, la cruz). Y que los hombres somos hermanos; no existe fe en el Dios de Jesús sin esta segunda premisa, inseparable de la primera, a veces más difícil de aceptar y de vivir.
En el otro escenario posible, perdemos la fe y la confianza en los demás, abandonamos las convicciones que tuvimos y la esperanza en que nuestra vida pueda tener, no ya un sentido mayor, siquiera un mínimo sentido. ¿Qué vida puede derivarse de aquí? Una vida desdichada para nosotros mismos y, en muchas ocasiones, para quienes nos rodean.
Luchamos para seguir creyendo
Cada persona sabrá qué pruebas le han llegado en su vida; ignoramos las que pueda depararnos el futuro. Nunca pensamos que viviríamos una pandemia, con todas las pérdidas y sufrimientos que ha conllevado. O que perderíamos a la persona que tanto queríamos, o la función laboral o social, quizás una capacidad corporal que teníamos, como ocurre en tantas enfermedades. En esa situación, luchamos para seguir creyendo y viviendo de acuerdo a nuestra fe en Dios y en el hombre. Rezamos para no perderla, para encontrar motivos de esperanza. Acudimos al salmo XXI: “Aunque camine por el valle tenebroso de las sombras de la muerte, nada temo, porque tú vienes conmigo”.
¿Quién no habrá musitado ese salmo en un momento de angustia y desánimo? ¿Quién no le habrá preguntado a Dios por qué nos ocurren las cosas malas, encontrando el silencio por respuesta? ¿Quién, como Jesús, no habrá clamado “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”? El Padre, que siempre le ha acompañado y escuchado, ya no parece existir; ha desaparecido, no responde, cambia el destinatario de una oración pronunciada desde la cruz.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.