Si pudiera ponerme un cuentakilómetros es muy probable que, en las últimas semanas, haya batido algún record personal de distancias recorridas. Entre una cosa y otra, se me han acumulado actividades en distintos lugares de la geografía española y, además de mis ya habituales trenes y autobuses, también he recorrido algún que otro aeropuerto. Estos dan como para hacer algún que otro estudio sociológico. Una cuestión a analizar podría ser los distintos modos en los que nos situamos ante la puerta de embarque. Mientras unos se colocan en la fila antes de que empiecen a embarcar los viajeros, a otros es necesario llamarlos con nombre y apellido por megafonía, porque apuran hasta el último momento y, solo entonces, se acercan con toda la calma del mundo y con la conciencia clara de que nunca morirán de un infarto a causa del estrés.
Yo soy de las que prefiero ir con tiempo, buscarme un hueco delante de la puerta y ponerme a trabajar hasta que comienza el proceso de embarque. Ahí suelo ser testigo de situaciones curiosas y momentos simpáticos. El otro día una mujer de mediana edad se puso a mi lado, me dijo que odiaba esperar y no dejó de hablar conmigo hasta que entramos en el avión. Me contó que regresaba a la ciudad en la que vivía después de haber estados unas semanas visitando a sus padres. Me compartió cómo ellos le habían llenado la maleta de productos de la matanza y de frutos de la tierra, que su madre le había hecho unas magdalenas y un bocadillo de tortilla de patatas para el viaje, diciéndole que “lo que te dan por ahí ni es pan ni es nada”, y cómo habían sido sus comienzos ahí donde llevaba ya viviendo veinticuatro años.
El relato de la transfiguración
Está claro que no pude avanzar mucho en el trabajo que pretendía adelantar en el aeropuerto, pero la situación me dio mucho que pensar. Me hizo recordar la necesidad profunda que todos tenemos de expresarnos, de ser escuchados y acogidos, sin valoraciones ni etiquetas. Pensé, además, en lo urgente que es humanizar los espacios que habitamos, dejando a un lado las relaciones formales para devolverle cierta normalidad a la vida. Con esta experiencia reciente, no me extraña que en el relato de la transfiguración se diga que Jesús dialogaba con Moisés y Elías (cf. Mt 17,3), porque las conversaciones, aunque parezcan triviales, nos descansan el corazón, permitiéndonos compartir con otros el peso de aquello que nos ocupa por dentro. Puede ser la añoranza solapada de esa mujer, que dejaba a unos padres mayores después de estar un tiempo con ellos, como intuyo en mi compañera de avión, o puede ser la conciencia de un destino difícil en Jerusalén, como se puede suponer del texto evangélico.
En esta senda litúrgica que venimos recorriendo, quizá podríamos añadir un nuevo ejercicio de cuaresma y prestar atención a cuáles y cómo son nuestras conversaciones con los demás, para adiestrarnos en escuchar más allá de lo que se dice y para poder intuir la vivencia que late tras las palabras de quienes nos hablan. Quizá así también vayamos humanizando nuestros ambientes, hagamos aprendizajes de acoger y ser acogidos, permitamos compartir nuestras cargas y caminemos hacia Jerusalén un poco más transfigurados.