El mundo podría dividirse entre los que cuentan y escuchan cuentos y quienes no lo hacen. Los cuentos son esa manera delicada y juguetona de decirnos la verdad sin darnos casi cuenta, sin que nos haga daño, aunque nos abra en canal.
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Alguien que cuenta cuentos te lleva de viaje, te invita a adentrarte en lugares nuevos y a conocer a personas que de otro modo nunca conocerías. Alguien que escucha un cuento se fía de ti y se deja llevar confiado, cogido de tu mano, de tu voz, de tu cuerpo entero hablando. Compartir un cuento es compartir eso que somos más allá de lo racional y lógico.
Y quien dice cuentos dice leyendas, romances, fábulas… ¡todo lo que tenga un inicio y un final, con el increíble poder de adentrarnos en una historia completa, ya tenga unos pocos versos o páginas enteras!
Recuerdo noches de infancia esperando el cuento que mi padre inventaba como perfecto final del día e inicio de los sueños. Y noches de adolescencia rebañando minutos de lectura en la cama, con una linterna bajo las sábanas, mientras mi madre venía de nuevo a decirme que había que dormir. Recuerdo otras lunas de verano, de amigos y complicidades, en aquel jardín, en aquel parque, eligiendo qué cuento contar de los últimos leídos.
Los cuentistas y cuenteros
Siempre me gustaron los cuentos: contarlos y que me los cuenten. Quizá por eso me molestan tanto los cuentistas, los cuenteros, los que se aprovechan de la palabra y de la escucha para engatusar y manipular. Son depredadores; depredadoras. Son la antítesis del cuentacuentos verdadero.
Es una bendición encontrarse en la vida con alguien ante el que decir, como el sultán en ‘Las mil y una noches’: “Tu voz me apacigua y tus cuentos me vuelven bueno”. A esos cuentos e historias me refiero: a quienes hablan con verdad, narran con esperanza, recogen el pasado con agradecimiento.
Lo contrario es otro modo de contarnos: con medias verdades, usando la palabra como un dardo envenenado o como un disfraz barato y sin gracia. El modo en que hablamos de otros y nos contamos a nosotros mismos crea la realidad compartida, genera relaciones y hace apacibles o inhabitables los espacios comunes.
Nos contamos también con los gestos, con la mirada, con los silencios, con el cuerpo, con la distancia. Somos en cierta manera lo que contamos que somos, lo que nos decimos a nosotros mismos. Y cuando eso no coincide con lo que hacemos, todo se hace más irrespirable, menos creíble. Y la desconfianza se cuela por todas las rendijas. Eso es lo peor. ¡Qué difícil ser buenos (en el sentido más hondo) cuando la confianza mutua ha desaparecido!
Los que cuentan cuentos y los cuentan bien no están a la defensiva; tampoco creen tener la única verdad y por eso no imponen su manera de ver el mundo. Solo ofrecen su mirada. Y es bastante. Porque nos ayudan a quienes escuchamos a enriquecer la nuestra propia, a vislumbrar lo que no vemos.
Podría nombrar a algunas personas que me han contado cuentos y han escuchado los míos. Pero también puedo compartir el nombre de algunos que están al alcance de todos. Jesús de Nazaret fue un gran cuentacuentos, de los mejores. Y antes que él, en la tradición judeocristiana, profetas como Jeremías o Habacuc, mujeres como Judith o Lía. O cuentistas más actuales como García Márquez, Gloria Fuertes, Antonio Gala, Julio Cortázar, Chéjov, Borges, Alice Munro… En fin, añade tus cuentacuentos preferidos. Y aprendemos de ellos para contarnos en la vida cotidiana: solo verdades, humildes pero verdades.