Claramente, nuestra felicidad depende de cuán sólida sea la roca donde construimos la vida; es decir, si creemos o no en que Dios nos sostiene en cada aliento de nuestra respiración, que nos ama incondicionalmente, que provee todo lo que necesitamos, que nos conoce hasta las entrañas, que nos perdona con infinita misericordia todas nuestras faltas y que está a nuestro lado en las situaciones más complejas. Probablemente, tú que me lees, al igual que yo, más que una estructura de granito en tu interior, oscilas de una arena movediza a una jalea y, a pesar de los ruegos, dudas y temes a veces lo peor.
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Quizás es un consuelo tonto, pero es consuelo igual el visualizar a los discípulos en medio de la tormenta cuando Jesús dormía y lo fueron a despertar. Si ellos, que lo veían y habían presenciado sus obras y escuchado sus palabras, se atemorizaron con el tamaño de las olas y el rugido del viento, al menos nos podemos tratar con compasión cuando nos suceda algo similar. Muchas veces, el Señor nos parece dormido y nuestros ruegos y gritos, lejos de avergonzarnos por nuestra falta de fe, nos deben recordar nuestra fragilidad, que somos hijos/as necesitados, siendo un eficaz antídoto contra la omnipotencia y la soberbia actual.
Un regalo del cielo
La fe es un regalo del cielo y no la podemos controlar a voluntad, por lo que no nos podemos cansar de pedirle a Dios y a la Virgen, a través de la oración, que aumente nuestra confianza en que todo va a ocupar su lugar, que las adversidades también cumplen su propósito y que el dolor ya va a pasar. La insistencia, nos enseñó Jesús, es vital. Quizás demore la paz y la comprensión que necesitamos de la realidad, pero ella solo aumentará aún más nuestra creatividad y fraternidad.
Cuando alguna situación nos supere y creemos que no la podemos sobrellevar, observar lo que viven otros y cómo se sostienen siempre nos puede ayudar. Detengámonos, por ejemplo, en aquellos que cargan con la cruz de haber perdido un hijo y logran seguir caminando. Probablemente, no hay dolor más grande que ese; sin embargo, el mismo Dios también pasó por eso y camina al lado de todos los que llevan ese abismo desgarrador dentro. La fe en un futuro encuentro y en la paz del que ha partido es un testimonio que permite erguirse y continuar.
El autoengaño de la seguridad
Toda nuestra vida es una incertidumbre total; de un segundo a otro, todo puede cambiar radicalmente por un accidente, por un fenómeno natural o por una revolución política, tecnológica, ecológica o social. Jamás hemos controlado nada. Por lo mismo, la certeza de que el siguiente paso va a ser real, de que las cosas van a ser como las planificamos, de que mañana vamos a despertar, siempre es un acto de fe en la vida, en Dios y en la humanidad. No podemos dar nada por obvio, sino agradecerlo en cada palpitar. Despertar al autoengaño de la seguridad y el futuro es la puerta a la paz y a la felicidad.
Desde la perspectiva anterior, todos, sin excepción, tenemos la certeza de que no somos dueños de nada. No podemos llevarnos nada material; no controlamos el tiempo, ni la vida; menos la muerte ni ningún fenómeno mundial. Todo es mucho más complejo que lo que un solo ser humano puede realizar. Por lo mismo, la felicidad pasa por una cuestión de entregar todo; vivir en el mundo, pero sabiendo que no pertenecemos a él. Que andamos de paso y nuestra misión es dejarlo mejor de cómo lo encontramos.
Finalmente, como decía san Ignacio de Loyola, se trata de hacer todo como si dependiera de nosotros, pero sabiendo que todo depende de Dios. Esa es la fe que debemos pedir, ocupándonos al 100% en cada día, pero sin dar espacio a ninguna preocupación, tensión o temor. Solo así, nuestra gelatina interior se irá cuajando y haciendo un poco más sólida con el amor de Dios.