Nos dieron la vida. Nos cuidaron cuando enfermamos y nos llevaron a vacunar para prevenir enfermedades que en su infancia habían sido mortales. Nos buscaron un colegio donde aprendiésemos a leer y escribir y, con ello, pusieron los cimientos de lo que seríamos en el futuro. El mejor colegio o escuela que pudieron encontrar, según las posibilidades económicas de la familia y de la localidad donde vivíamos.
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Sacaron adelante a la familia, nos dieron cobijo, vestido, alimento; no nos faltó nunca un regalo de cumpleaños, de Navidad. Trabajaron cuando no les apetecía, o estaban enfermos, o desanimados: no había tiempo para la autocomplacencia, pues había muchas bocas que alimentar, muchos cuerpos que vestir, muchos libros que comprar, estudios que costear.
Ahora nos tocan a nosotros
Ahora, el cuidado y el esfuerzo nos tocan a nosotros, o nos ha tocado en otros momentos. En esta época hay que acompañarles al médico, ir a comprar la comida que necesitan, quizás ducharles o limpiarles si ya no pueden hacerlo. Todo aquello que hicieron con nosotros, podemos en parte devolvérselo. El cariño, la entrega, la dedicación.
Sé que no es fácil ni atractivo. Que exige renuncias y sacrificios, que es costoso y cansado, que puede producir amargura. Pero podemos reflexionar sobre esta etapa de la vida, más o menos larga, en que toca a los hijos asumir el cuidado, hacer un ejercicio de abnegación y entrega.
Sentimiento de injusticia
Sé que a veces se produce un sentimiento de injusticia, cuando la tarea está mal repartida en el seno de la familia, cuando hijas hacen mucho y algunos hijos poco o nada. Pero no es el que se entrega quien habrá de dar cuentas cuando llegue el momento, sino el que evita el esfuerzo y el compromiso (quizás cuando sus propios hijos no le cuiden a él).
Porque no es delante de los demás ante quienes tenemos que justificarnos, sino ante nosotros mismos y nuestra conciencia. Además, se trata de un periodo de tiempo limitado, aunque en momentos pueda hacerse muy largo o resultar muy penoso. Tiene un final, que vendrá con la muerte del padre, de la madre. Entonces, ya no habrá cariño que dar, ni cuidados que proporcionar. Ya no habrá nadie a quien ir a comprar la comida, llevar al lavabo porque ya no puede ir solo, ayudarle a adecentarse o llevar al hospital.
Inexpresado para siempre
Lo que no hagamos ahora, ya no podremos hacerlo después. El cariño, la ternura, el cuidado se han de expresar en vida o quedarán inexpresados para siempre. Entonces, pensaremos que nos hubiese gustado escuchar con más atención en tal o cual ocasión, o haber sido un hijo más cariñoso al mismo tiempo que un médico competente. En ese momento, habremos de acogernos a la misericordia de Dios e intentar que no nos ocurra de nuevo en el futuro.
En tiempos de dificultad, conviene recordar la etimología de la palabra sacrificio, del latín ‘sacrum facere’: hacer sagradas las cosas, honrarlas, entregarlas. O apelar a la abnegación, otro término cristiano olvidado, cuando no denostado o ridiculizado. No hay cariño ni entrega verdadera sin lo uno ni la otra. Quizás por eso hay tantos ancianos solos en las residencias y las salas de hospital, dicho sea con todo el respeto hacia quienes, aunque quisieran, carecen de mejores alternativas que ofrecer a quienes deben lo que son y tienen.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos, por nuestro país y nuestro mundo.